Esta
hermosa
Tierra

Fotografías de Daisaku Ikeda

Guiza, Egipto (Junio, 1992)

Guiza, Egipto (Junio, 1992)

La fascinación de las pirámides

Un torrente de luz amarilla. En el desierto, el Sol reina supremo. La luz y el calor son tan intensos, que si uno mira el resplandor de frente, sus ojos se ciegan; y si uno toca algo, se quema los dedos. En medio de ese mar de luz, solo las pirámides, apuntando majestuosamente hacia el cielo, despliegan una asombrosa resistencia contra el aire candente y abrasador.

Una vez llamadas “peldaños hacia el Sol”, las pirámides son una maravilla geométrica de piedra. Al levantar la mirada, uno siente como si sus cúspides se fundieran con el cielo azul.

La Gran Pirámide del rey Keops se eleva a casi ciento treinta y ocho metros de altura. Sobre una línea hacia el oeste, se encuentran las pirámides de los reyes Jafra y Menkaura.

Era el 17 de junio de 1992, a las tres de la tarde. Estábamos a trece kilómetros de El Cairo, una metrópolis de diez millones de habitantes. Conduciendo a través de la ciudad, a lo largo de las riberas del Nilo, uno se encuentra de pronto en medio del desierto. Adelante, sobre una altiplanicie, se alzan las tres pirámides de Guiza.

Esa era mi primera visita a Egipto y a las pirámides después de treinta años. No obstante, ante aquellas mansiones de eternidad, treinta años no representaban más que un instante. El pueblo egipcio tiene un proverbio que dice: “El tiempo de todo se ríe; pero las pirámides se ríen del tiempo”. Cuando me encontré ante esos monumentos al tiempo eterno, me sentí embargado de emoción. “¡También yo voy a construir un castillo indestructible de personas capaces que permanezca en el tiempo!”, me prometí a mí mismo.

Fui invitado a una casa de huéspedes especial, donde la señora Amal Samuel, inspectora en jefe de la Zona de las Pirámides de Guiza, contestó en detalle todas mis preguntas. Desde el amplio ventanal de la casa, podíamos contemplar directamente la pirámide del rey Jafra. Y justo delante de nosotros, se veían las frondosas ramas de los árboles que crecían a lo largo del edificio.

En medio de ese mundo de áridas tonalidades, la sola presencia del verde significaba vida. Con toda la energía de que eran capaces, los árboles luchaban intensamente por seguir viviendo.

Las grandes pirámides de piedra implicaban la muerte y la eternidad; el verdor de la vegetación era la vida y la no permanencia. Se estaba allí en presencia del misterioso e inmutable ciclo de la vida y de la muerte que impregna el cosmos. Enfrascado en esas reflexiones, preparé mi cámara.

Las personas, también, son como árboles que se sacuden ante los vientos de la eternidad. Por esa razón, buscamos algo eterno, algo que la muerte no pueda extinguir. Anhelamos un poder que sea inmune a la muerte, que pueda derrotarla. Es esa búsqueda la que ha dado vida a la religión y al arte, y les ha otorgado humanidad a los seres humanos.

El señor Hosni, ministro de Cultura egipcio y viejo amigo mío, de quien había partido la invitación para ir a Egipto, dijo una vez: “Cuando necesito pensar profundamente, me paro frente a las pirámides. Entonces, experimento algo que trasciende mi realidad de todos los días y que se dirige hacia el universo. Tengo la convicción de que existe una relación entre las pirámides y el vasto cosmos”.

Una hipótesis reciente indica que hay una correspondencia directa entre el tamaño y la disposición de las tres pirámides de Guiza, y la posición y la intensidad de las tres estrellas que conforman el cinturón del cazador en la constelación de Orión. De hecho, es probable que las pirámides hayan sido creadas a partir de las plegarias y el ansia de los hombres de traer la eternidad de las estrellas a la superficie de la Tierra.

Las investigaciones actuales sostienen que las pirámides fueron construidas a partir de la pasión intensa y espontánea de un pueblo de elevada capacidad intelectual. Si hubieran sido erigidas por esclavos que trabajaban a disgusto bajo la presión de las autoridades, tal vez nunca habrían resistido los estragos del tiempo. Así, esos monumentos representan el desafío voluntario de las personas de producir y dejar como legado una edificación gloriosa, un canto de triunfo, un himno a la pulsación de la ley del universo que trasciende la vida y la muerte.

“¡Dejemos para la posteridad esta prueba!”.

“¡Establezcamos un lazo con el aspecto eterno de la vida!”.

“Si hacemos surgir nuestro potencial humano hasta el límite, ¡qué maravilloso lo que podemos construir! ¡Mostraremos el verdadero poder del pueblo a las generaciones futuras!”.

Las pirámides nos siguen preguntando: “¿A qué propósito van a dedicar su vida? ¿Qué legado van a entregar a quienes los sucedan?”.

Las pirámides se yerguen como monumentos a los logros humanos.

[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 24 de enero de 1999.]