Esta
hermosa
Tierra

Fotografías de Daisaku Ikeda

Katmandú, Nepal (Noviembre 1995)

Katmandú, Nepal (Noviembre 1995)

Una madre y sus hijos en Nepal

Era mi primera visita, pero, por alguna razón, me resultaba familiar. El paisaje que se extendía ante mis ojos, el sereno campo de Nepal, me recordaba al Japón de décadas atrás. Las vacas pastaban con sus terneros; los niños jugaban cubiertos de barro y tierra. Era el tiempo de la cosecha de otoño. Después de la trilla, se podían ver las espigas de arroz apiladas por todos lados en los patios de las granjas.

3 de noviembre de 1995. Yo acababa de recibir un doctorado honorario en letras de la Universidad Tribhuvan de Nepal. Después de la ceremonia, nos dirigimos desde la ciudad hacia unas cumbres desde las cuales yo podría obtener una buena foto de los Himalayas.

Después de un cansador viaje en auto de una hora, más allá del bullicio de la ciudad capital, Katmandú, apareció ante nosotros un paisaje completamente nuevo. La poesía de la naturaleza enmarcada por la ventanilla del automóvil renovó mi ánimo. Por fin, llegamos a destino. Justo cuando nuestro auto comenzaba el ascenso, vimos a una jovencita cargada con un atado de varas de arroz que caminaba delante de nosotros. Mi esposa y yo nos apeamos del coche y la saludamos: “¡Namaskar!” (Hola), mientras uníamos nuestras palmas, como era costumbre en Nepal.

La niña asintió y nos devolvió el saludo con una sonrisa. Llevaba una linda casaca rosada. Incluso la correa sobre su cabeza, con el que sostenía la carga de paja, parecía una vincha.

Pronto apareció un niño corriendo, veloz como una flecha. “¿Qué está haciendo mi hermana?”, quizás pensaba. Sostenía en la mano un pedazo de zanahoria, que probablemente le serviría de bocadillo antes de la comida.

No mucho después, se presentó la madre. Ella también llevaba un pesado atado sobre las espaldas. La estación seca estaba llegando a Nepal. Pronto los pastos para el ganado se secarían, por lo que el tallo de arroz serviría de pienso para los animales.

Sonreí y enfoqué mi cámara hacia ellos. Entonces la madre murmuró algo a los oídos del niño: “Nos va a tomar una fotografía. ¡Vamos, sonríe!”, pareció decirle. Tengo un cariño especial por la foto de esa mamá nepalesa con sus hijos. En el núcleo humano llamado “familia”, uno encuentra el brillo del espíritu, la calidez de corazón para sobrevivir y luchar juntos.

La niña sonreía como diciendo: “¡No lo puedo evitar; estoy feliz. Puedo cargar tanta paja como mi madre!”. “¡Mamá, pronto mi hermano crecerá y será muy fuerte; entonces todo será más fácil para ti!”. Podía imaginar lo que estaban conversando.

La paja recién cortada emanaba una fresca fragancia. Era el olor de los rayos de sol, el aroma que llega de respirar en medio de abundante luz. Los niños de Nepal son trabajadores. Cuando cumplen cinco años, comienzan a cuidar a sus hermanos menores y a realizar tareas a su alcance.

Los niños crecen viendo trabajar a sus padres; a medida que colaboran con la faena diaria, se les enseña acerca de los principios de la naturaleza y de la sociedad, y van adquiriendo las destrezas que necesitan para la vida diaria. Más adelante, cuando crecen, si alguna vez sienten la necesidad de abandonarlo todo, solo tiene que recordar el sudor que corre por el rostro de su madre, y eso sin duda los incentivará a ponerse de pie nuevamente.

Si ya como adultos, pierden el norte en el largo camino de la vida, tan solo deben recordar la carga pesada sobre las espaldas de su madre para reiniciar la marcha con confianza. “¡Cuando pienso en la pesada carga que llevaba sobre ella, sé que puedo soportar cualquier dificultad!”.

Mientras no olviden a su madre, las personas evitarán desviarse de su camino. Pero si lo hacen, la senda de la vida se tornará peligrosa.

Mi mentor, en la primavera de sus veinte años, decidió abandonar su hogar en Hokkaido. Cuando la nieve aún tapizaba la tierra, se marchó hacia Tokio. En esa oportunidad, su madre le entregó un abrigo sin forrar denominado atsushi. Quería que su hijo supiera que, mientras conservara la prenda, cualquiera fuese el sufrimiento que tuviera que enfrentar, si la usaba y trabajaba arduamente, podría lograr todo lo que se propusiera.

El abrigo tenía un diseño azul oscuro sobre un fondo blanco. Cada puntada de ese intrincado dibujo encerraba el profundo esfuerzo y cuidado de la madre. Mi maestro conservó ese abrigo hasta el final de su vida.

Cuando fue liberado de la prisión en la que lo recluyeron por oponerse al régimen militarista, mi mentor regresó a su hogar y encontró intacto el atsushi que su madre le había entregado, a salvo de los bombardeos de la guerra. Lleno de alegría, le dijo a su esposa: “Ya que este atsushi está intacto, yo estaré bien. ¡Y todo lo demás, también! ¡No te aflijas por que no nos alcance el dinero ni por nada en absoluto!”.

Las personas que llevan a su madre en el corazón son fuertes y felices. Aun para los que no tienen madre, o para aquellos que crecieron sin conocer el amor maternal, existe la maravillosa familia Soka.

En Nepal, el festival de Mata Tirtha Puja –Día de la Madre— se celebra todos los años hacia fines de abril y comienzos de mayo. En esa fecha, las familias muestran su agradecimiento y respeto por sus madres a las que homenajean con un exquisito banquete.

Para celebrar ese día, los niños abren sus alcancías para comprar obsequios a su madre, y las hijas casadas que ya no viven en el hogar retornan para ese día, y todo es risas y júbilo dentro de las casas.

En Mata Tirtha Pujam las hijas y los hijos se inclinan ante su madre en un gesto de reverencia, y esta toca la frente de sus vástagos para darles su bendición. Quien respeta a su madre lleva una vida feliz y plena.

“¡Gracias, madre!”. Esas palabras florecen de dicha, como un ramo de capullos primaverales. Expresan gratitud hacia quien, aunque tal vez hayamos sufrido privaciones, se ha esmerado por convertir nuestro hogar en un palacio de alegría.

¡Madre! ¡Aun en esos días gélidos de invierno, tu sonrisa tuvo el poder misterioso de darnos calor, como un sol de verano! Por añadidura, si presenciabas una agresión contra alguien, siempre estabas del lado del que era maltratado, y te inclinabas para decirle: “No te preocupes. ¡Haz lo mejor posible!”. También, cuando nos escribías, siempre nos decías que cuidáramos mucho nuestra salud. ¡Ahora nos toca a nosotros enviarte nuestro amor y afecto! Madre, ¡gracias!

Cuando el agradecimiento de los seres humanos envuelva el planeta, llegará la paz; sobrevendrá un siglo de respeto por la vida. Me despedí de esa tierna familia y subí a la cúspide del cerro desde donde se podían ver los pueblos más abajo; en las casas, las volutas de humo que se escapaban de las cocinas flotaban hacia el cielo. Desde la distancia, los Himalayas cuidaban de esos hogares felices, cual enormes padres protectores.

[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa Tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, 9 de mayo de 1999.]