Esta
hermosa
Tierra

Fotografías de Daisaku Ikeda

Moscú, Rusia (Mayo, 1994)

Moscú, Rusia (Mayo, 1994)

Un verde Moscú

Era una mañana fresca después de la lluvia. Mayo en Moscú, en el amanecer de una Rusia renacida. En 1994, dos años y medio después del colapso de la Unión Soviética, Rusia estaba enfrentando la aparición continua de problemas, a medida que ingresaba en una nueva etapa de su historia. Me había dado cuenta de los nuevos cambios, mientras realizaba mis actividades. Pero quise sentirlos directamente. “Vayamos a dar un paseo”, le dije a mi esposa y a las demás personas que me acompañaban; y salimos a caminar.

A lo largo de la pared occidental del Kremlin, hay una extensión de vegetación llamada Jardines Alexandrovsky. Allí, árboles y tulipanes, humedecidos por la reciente llovizna primaveral, se solazaban alegres bajo la luz del sol.

Alguien me dijo una vez: “En Moscú, los inviernos son muy largos. Incluso en abril, es necesario usar abrigo. De modo que mayo es una época placentera para los moscovitas, una estación que todos esperan con verdaderas ansias”.

Árboles, flores y hojas de hierba, volviéndose hacia la tan esperada luz solar, parecían liberar todos al mismo tiempo el fulgor de la vida. Al igual que la gente, que iba cobrando vigor ante su libertad recientemente lograda, la primavera de Moscú relumbraba con fuerza arrolladora.

Ese invierno había sido particularmente riguroso. Los disturbios sociales habían dificultado la obtención de artículos de primera necesidad, y me dolió la idea de que algunos moscovitas no llegaran a sobrevivir la estación.

Mientras intercambiaba saludos con los transeúntes en el parque, sentí la fortaleza de la gente. En esa sociedad en que el futuro era algo incierto, las personas sonreían y parecían seguras y serenas. Es posible que le tome a Rusia varias décadas sobreponerse a la confusión en que se encuentra. Pero estoy convencido de que, gracias a la fuerza y a la energía de su gente, este “invierno” se convertirá en primavera.

En el borde norte del parque se yergue la Tumba del Soldado Desconocido. Esta lleva la siguiente inscripción: “Tu nombre es desconocido; tus acciones, inmortales”. Durante la Segunda Guerra Mundial, perecieron unos veinte millones de ciudadanos soviéticos, en lo que fue el sacrificio humano más grande que haya sufrido cualquier nación combatiente. Me enseñaron una vez una canción rusa que clama:

¡Pregúntale al pueblo ruso si desea la guerra!
Pregúntaselo a la vasta tierra,
a los bosques de abedules,
a los soldados que duermen eternamente en su lecho bajo los árboles.
¡Pregúntales a los rusos si desean la guerra!
Pregúntales a las madres rusas,
a las esposas que perdieron a sus hombres en el frente,
a los niños que perdieron a sus padres…

Ninguna frontera puede contener esa indignada protesta del espíritu. Si se pudiera reunir y concentrar así el clamor de la humanidad toda, se podría poner sitio a la guerra y destruirla por completo.

Cuando visité la Unión Soviética, en plena Guerra Fría, fui criticado por ello. Muchos se preguntaron cómo era posible que fuera a dicha nación siendo religioso. Pero me animé a hacerlo, con el objeto de dar aunque fuese un pequeño paso adelante en la causa por la amistad. “Voy, porque hay personas allí”, fue la respuesta que di a quienes me criticaron.

Han pasado veinte años desde entonces. Una vez más, ofrecí mi solemne oración ante la Tumba del Soldado Desconocido, donde había depositado flores durante mi primera visita a la Unión Soviética. Cerca de allí, había un grupo de alumnos del nivel primario que habían concurrido al parque en un paseo escolar. Mantuve una grata charla con esos niños, cuyas confiadas sonrisas eran todo un deleite. Les dije: “Cuando sean grandes, por favor, visiten el Japón”, y sus voces resonaron de alegre entusiasmo.

La Unión Soviética ha desaparecido, pero la gente continúa su vida. La humanidad perdura. Los niños sobreviven. La política ha cambiado; la economía se ha transformado; pero la vida sigue en acción, inalterable.

El verde es el color de la vida, el color de la esperanza, el color de la paz. El verde es el color del siglo XXI.

En la lengua rusa, la palabra para “Tierra” y para “paz” es la misma: mir. Tras una hilera de árboles, escuché la voz de otros niños. Observé que esos chicos jugaban felices, rodeados de un marco de vegetación. Apuntando mi cámara fotográfica hacia esa simple y pacífica escena, apreté el disparador.

[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 17 de enero de 1999.]