Esta
hermosa
Tierra

Fotografías de Daisaku Ikeda

Seúl, Corea del Sur (Mayo, 1998)

Seúl, Corea del Sur (Mayo, 1998)

La Casa de Huéspedes de Seúl

El edificio se veía vivo. Parecía mantener una conversación muda con el hermoso cielo azul. Era mi segundo viaje a Corea del Sur, en mayo de 1998. Blancos caballetes coronaban el techo de tejas azules, como un retrato de suaves líneas arqueadas. Aquí, en Corea del Sur, en medio de un bello emplazamiento natural, sentí que había encontrado una gentileza indescriptible y una tierna mansedumbre. Desde la ventana de mi habitación de hotel veía la Casa de Huéspedes. Tal como su nombre lo indica, la propiedad una vez se usó para acoger y atender a huéspedes especiales. Su construcción llevó ocho años, desde que se inició en 1959, y la totalidad del proyecto, incluido el majestuoso patio y el jardín, se completó en 1967.

Mi primera visita a Corea del Sur se remontaba al otoño de 1990. En ese entonces, tenía programado asistir a la inauguración de una muestra de arte occidental, que habíamos organizado con la esperanza de manifestar nuestra gratitud, aunque fuese mínimamente, a esa nación con la cual los japoneses hemos contraído una profunda deuda cultural. Lamentablemente, un tifón retrasó mi vuelo, de modo que mi estadía, de solo veintiséis horas, fue extremadamente corta y atareada. Todo lo que pude hacer fue presentar brevemente mis respetos a la ciudad de Seúl, que durante quinientos años fue la capital de la dinastía Yi Choson, antes de verme obligado a retornar a Japón. Por eso, prometí realizar una nueva visita.

Así, en 1998, en respuesta a una invitación de la Universidad Kyun Hee de Seúl, pude concretar mi deseo. En esa oportunidad, disfruté de un recorrido por las dos sedes de la institución, una en la capital y la otra, en los suburbios de Seúl. También visité la sede principal de la SGI de Corea del Sur, donde me reuní con miembros locales que habían enfrentado enormes penurias. El solo verlos me conmovió más allá de lo imaginable. Una fragante brisa de mayo engalanó Seúl ese día.

El pueblo coreano tiene un gran corazón. Algo que describe con elocuencia esa bondad y que se observa con frecuencia en la zona rural, es la imagen de un agricultor y de su buey que tira de un carro cargado de pajas de arroz. El campesino comparte la labor del animal cargando simultáneamente a las espaldas un atado lleno de arroz. Entre los mitos coreanos, ninguno se refiere a la guerra. Existen muy pocos relatos sobre invasiones de fuerzas extranjeras o sobre la crueldad de la destrucción. Incluso cuando navíos de Occidente incursionaron en aguas coreanas con el propósito de abrir el país al comercio exterior, los pobladores locales proveyeron de alimento a sus tripulantes, pues sintieron que el hambre los atenazaba después de haber navegado miles de millas por el océano, haciendo frente a los vientos y a las olas.

Ese es el espíritu magnánimo del pueblo de Corea. El corazón de ese pueblo es rico y profundo. Su gente, pese a haber sufrido y superado cinco mil años de adversidad, jamás ha perdido su bondad. En lugar de manifestar odio hacia los demás, con una sonrisa, ha ido apilando sus pesares como copos de nieve en lo profundo de su corazón, siempre creyendo en un mejor mañana.

Corea del Sur es un país pleno de amor, de belleza y cultura. Sin embargo, la brutalidad del nacionalismo japonés inspiró cólera en lo más profundo de ese pueblo amante de la paz; una ira que no se olvidaría por generaciones. Dondequiera que fueron, los japoneses saquearon y arrasaron, actuaron brutalmente y perpetraron masacres. El pueblo coreano los conoció en su condición más deplorable y salvaje, ni siquiera comparables con los animales. La cultura es el poder de apreciar y de apreciar lo que es invisible a los ojos, de sentir el corazón oculto de las cosas. ¡Qué pobre es el Japón en ese sentido!

Al contemplar la Casa de Huéspedes desde mi ventana de hotel, podía ver un jardín cuadrado en el centro del patio. Es tradición en Corea del Sur que un jardín dentro de un patio adopte la forma de un cuadrado, parecido al carácter japonés que indica ‘boca’ o de dos cuadrados adyacentes, similares al carácter chino para ‘sol’; hay también algunos formados por tres cuadrados contiguos que evocan el carácter para ‘luna’. Se dice que un jardín que representa una boca invita a la buena fortuna en la forma de abundante alimento para el hogar. Uno con forma de sol o de luna, según se cree, presta a la familia la energía del cielo. A través de ese espacio, la totalidad de la estructura se relaciona con el cielo. Es por esa razón que las piezas que conforman los tejados se alinean trabajosamente y con gran esfuerzo en un diseño exquisito y delicado, aunque queden ocultas a la vista. La cultura es también el espíritu de jamás desestimar esa honesta simplicidad.

La última noche de mi estadía, solicité una habitación en la Casa de Huéspedes para ofrecer un agasajo a los representantes de la Universidad Kyung Hee y a otros invitados, a quienes deseaba agradecer su colaboración durante mi visita. En la oportunidad, expresé mi agradecimiento a Madam Oh, esposa de Choue Young Seek, fundador de la universidad. Durante la primera época de la entidad académica, con su bebé amarrado a las espaldas, ella preparaba y servía comida casera a los estudiantes que atravesaban problemas económicos y les brindaba su aliento.

En aquellos días, la universidad enfrentó grandes dificultades para pagar el sueldo a sus profesores. Una vez, un día antes de la fecha de pago, Madam Oh llevó su anillo de compromiso de brillantes a una casa de empeño para obtener el tan ansiado dinero. Pero el dueño de la tienda lo rechazó, aduciendo que no podía estar seguro de la autenticidad de la piedra. Sollozando, la señora volvió a casa sola en medio de la penumbra. Pese a tantas penurias, ella perseveró en el propósito de concretar el sueño del doctor Choue de crear un “mundo de cultura”. He ahí la fuerza y la bondad de esta asombrosa “madre” de la Universidad Kyung Hee.

Ese es, estoy convencido, el corazón del país magnánimo de Oriente, un espíritu que también impregna la Casa de Huéspedes. De pie al lado de su esposo, ataviada con la chaqueta chogori corta y los pantalones chima tradicionales, Madam Oh se veía hermosa y admirablemente inocente, al tiempo que un tanto inquieta y tímida ante mis expresiones de agradecimiento. Esa noche, el resplandor plata de la media luna bañaba los tejados azules de la Casa de Huéspedes. En ese momento, al pensar en la arrogancia de los japoneses que habían humillado a ese hermoso pueblo, sentí brotar una profunda ira dentro de mí.

[Ensayo escrito por Daisaku Ikeda. Publicado en la serie “Esta hermosa tierra”, en el diario Seikyo Shimbun del Japón, el 4 de abril de 1999.]