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Aprovechar el potencial de una sociedad en proceso de envejecimiento (The Japan Times, 8 de marzo de 2007)

Extraído de una serie de doce ensayos escritos por Daisaku Ikeda entre mayo de 2006 y abril de 2007 para The Japan Times, importante diario del Japón publicado en lengua inglesa.

La sociedad japonesa se enfrenta a un cambio inédito. A partir de este año, alcanzarán la edad reglamentaria del retiro laboral numerosos ciudadanos pertenecientes a la generación del baby boom, nacidos en la posguerra.[1] Este fenómeno se ha dado en llamar el «problema del 2007». El país actualmente posee 25,6 millones de habitantes mayores de 65 años; la cifra hoy supera el 20 % de la población del Japón, pero este porcentaje irá en aumento. Desde luego, el envejecimiento demográfico no es un fenómeno que afecta solo al Japón. Según las Naciones Unidas, actualmente hay 600 millones de personas cuya edad supera los 60 años, pero se estima que dicho grupo etario ascenderá a los 2000 millones en 2050.

Así y todo, no debemos pensar que este fenómeno es una cuestión de cifras. Los problemas asociados a la vejez también nos dan la oportunidad de reconsiderar nuestra vida social y personal, de manera de asegurar la dignidad y el bienestar de cada individuo.

Todos los seres humanos tenemos el deseo natural de sentirnos necesarios, y de confirmar que nuestra existencia es importante para los demás. Nuestro desafío es construir una sociedad donde todos, a lo largo de la vida entera, seamos realmente valorados y tengamos una vida plena.

La sabiduría y la experiencia de los adultos mayores es un capital de valor inestimable. Reconocer y atesorar las contribuciones de la tercera edad es fundamental para el florecimiento de cualquier sociedad a largo plazo. El Japón, por estar experimentando este cambio demográfico de manera tan acentuada, tiene la oportunidad de dar un ejemplo positivo mostrando cómo responder creativamente a este reto.

En un reciente estudio de opinión efectuado a miembros de la generación del baby boom, dos tercios de los encuestados manifestaron estar preocupados por su futuro. Además de la inquietud por aspectos económicos, como la insuficiencia de las pensiones y el costo de la vida, mencionaron otras causas de ansiedad, como la salud, la capacidad de cuidar a los progenitores mayores y otras cuestiones. Es cierto que muchos cuidadores se ven diariamente ante una tarea sobrecogedora. Tenemos el claro y gravoso deber de responder a estas voces con sensibilidad y con medidas que aseguren políticas públicas eficaces.

Al mismo tiempo, la encuesta mencionada también señalaba aspectos positivos. Actualmente el 15 % de la generación del baby boom lleva a cabo algún tipo de actividades de voluntariado; en relación con esto, seis de cada diez personas consultadas expresaron que pensaban dedicarse a estas tareas en el futuro. Y ocho de cada diez respondieron que tenían el propósito de cultivar relaciones más profundas con sus vecinos y con la comunidad.

Creo que estas actitudes —el deseo de trabajar en beneficio de los semejantes y de fortalecer los lazos comunitarios— pueden asegurar la vitalidad de una sociedad en proceso de envejecimiento. Quienes se sienten necesarios y trabajan por los demás pueden conservar su energía y espíritu juvenil. Con su contribución, transforman la comunidad y hacen de ella un sitio más cálido y acogedor donde vivir.

Una máxima oriental dice que cuando encendemos un farol para los otros, también alumbramos nuestro propio camino. Todos los esfuerzos sinceros que hagamos para iluminar el mundo retornarán a nuestra vida, llenando de luz y de dignidad nuestros años finales. La persona realmente feliz es la que ha hecho felices a sus semejantes.

Creo que la juventud puede durar toda la vida. De hecho, esta vitalidad interior no depende de la edad física. Antes bien, la juventud está determinada por la pasión con que vivimos, el entusiasmo con que aprendemos, la energía y frescura con que avanzamos hacia las metas que nos hemos trazado.

Hace treinta años, mantuve correspondencia con el popular novelista japonés Yasushi Inoue (1907-1991). En un pasaje inolvidable, inspirado por la escena de un grupo de niños que remontaban cometas durante los festejos de Año Nuevo, escribió: «Siento la necesidad de remontar algo hacia las alturas —un cometa, quizás—, de elevarlo hasta el cielo para que dance como loco en los remolinos del viento».

En otra carta, Inoue escribió que, con la edad, se había vuelto cada vez más fascinado por el sol ardiente del verano. Decía que la imagen de alguien caminando bajo el tórrido sol parecía simbolizar la imperiosa determinación de alcanzar algo, como si en ello estuviese en juego la única prueba de la propia existencia.

Cuando Inoue comenzó a escribir Confucio, su última novela, ya estaba enfermo de cáncer y se había sometido a una cirugía mayor. Esta obra, que retrata la humanidad del filósofo chino y de sus discípulos, lo mantuvo ocupado durante los dos años siguientes; continuó escribiendo incluso en el hospital, en un escritorio que hizo llevar hasta su habitación. Recuerdo que me transmitió estas palabras: «No hay alegría más grande que abordar la escritura de una obra magna en los años finales de la vida, cuando uno ha madurado plenamente como persona».

¿Consideramos la vejez como un período de declinación que conduce a la muerte? ¿O como un ascenso hacia el logro de nuestras metas, que corona la vida de satisfacciones y de recompensas? Un sutil cambio de enfoque en nuestra actitud interior puede cambiar completamente nuestra forma de experimentar estos años.

Nadie puede evitar la muerte; ni siquiera las personas que poseen una cantidad abrumadora de dinero y de poder. ¿Cuál es la mejor forma de vivir? ¿Cómo hacer de nuestra existencia algo realmente valioso? Solo podemos contemplar francamente estas preguntas cuando tomamos conciencia clara de nuestra finitud y del limitado tiempo de vida que tenemos.

La vejez ideal podría compararse con un crepúsculo sublime. Así como el rojo profundo del ocaso promete un hermoso mañana, los años bien vividos ofrecen a las futuras generaciones un regalo de esperanza.

Pero todos nosotros, no solo los grandes novelistas, tenemos algo que dejar a la posteridad: el registro único e indeleble de nuestra vida, la huella que nuestro espíritu ha dejado en el mundo. Solo uno mismo puede juzgar hasta qué punto su propia vida lo ha dejado satisfecho; solo uno mismo es responsable de lo que ha hecho con ella. Y los mejores pasajes de ese registro suelen ser los que hemos escrito en épocas de lucha.

La prueba mayor de haber triunfado en la vida es poder mirar atrás con orgullo y plenitud; poder decir, genuinamente, que uno ha vivido al máximo, sin nada que reprocharse. Para una sociedad en proceso de envejecimiento, tal vez el elemento más importante sea una cultura de aliento mutuo, que anime a cada uno a lograr las propias metas y a decir, sin el menor asomo de duda: «¡Qué buena vida he tenido!».

Los retos de una sociedad con una población mayor en aumento no se limitan al área de las políticas públicas; al mismo tiempo, significan una oportunidad de revisar, íntimamente, la forma en que cada uno elige vivir su existencia.

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