Amor compasivo y fortaleza interior: el corazón de Tsunesaburo Makiguchi
(De la serie de ensayos, Reflexiones sobre La nueva revolución humana, publicada en el periódico Seikyo, 3 de junio de 1998)
El primer presidente de la Soka Gakkai
Tsunesaburo Makiguchi (1871–1944)
Seriedad, franqueza, rigor: estas son las palabras que vienen a mi mente siempre que veo fotografías de Tsunesaburo Makiguchi, padre del movimiento Soka y primer presidente de la Soka Gakkai. Percibo el fulgor penetrante de sus ojos. Era un mentor estricto con sus discípulos, pero lo era aún más consigo mismo. Su fe poderosa, inquebrantable, que lo llevó a luchar contra la opresión de las autoridades militares y, en verdad, a morir por sus creencias, es una prueba inequívoca de ello.
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Este año, en la reunión de la sede central para responsables, que se celebró con motivo del Día de la Soka Gakkai (3 de mayo de 1998), me referí al hecho poco conocido de que el señor Makiguchi había dictado clases de ética en la Escuela Técnica Superior de Tokio (antecesora del Instituto Tecnológico de Shibaura). Según recuerda un estudiante de esa clase, el señor Makiguchi, quien deseaba la paz del mundo más que cualquier cosa, denunció las difundidas actitudes antichinas de aquel entonces.
«Muchos japoneses sostienen que el pueblo chino es dado a la mentira y al engaño —observó—, pero esto no es verdad. Si lo fuera, ¿cómo podría haber florecido su maravillosa cultura, durante cinco mil años? No tiene sentido.» Y afirmó que «si confiamos en los demás y nos comunicamos abierta y honestamente, ellos responderán del mismo modo. De eso se trata la teoría del valor». Estos comentarios fueron hechos en un momento en que el país estaba en medio de la guerra chino-japonesa. Él quería romper la barrera del prejuicio intolerante, típico del carácter insular.
Poco tiempo después, el antiguo estudiante que compartió esos recuerdos recibió el aviso de reclutamiento y fue obligado a interrumpir sus estudios para ir a combatir en China. Se encontró cara a cara con el pueblo chino y supo que todo lo que el señor Makiguchi había dicho era verdad.
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Aun después de haber sido arrestado y encarcelado (por oponerse a las políticas del régimen militarista japonés durante la guerra), el señor Makiguchi continuó hablando con convicción. Durante los interrogatorios, expuso valientemente ante los fiscales sus opiniones sobre las enseñanzas religiosas correctas y las erróneas. Hasta le habló a su carcelero sobre el budismo de Nichiren Daishonin. Jamás mostró el más mínimo indicio de temor o de claudicación.
Pero la vida en confinamiento era dura y la prisión pasó factura en la salud del anciano maestro. Cada día estaba más débil y frágil. Incluso su guardián lo instó a aceptar el traslado a la enfermería, pero él se rehusó con firmeza.
Solo accedió el día antes de morir. Al ver la terrible condición en que se encontraba, el guardián le ofreció llevarlo sobre la espalda, pero el señor Makiguchi insistió en que estaba bien y fue hasta la enfermería a pie. En el camino, sus debilitadas piernas trastabillaron al dar un paso y cayó, pero se levantó y, con un ademán cortés pero firme, rechazó la mano que le extendían; terminó el recorrido sin ayuda. Hasta el mismísimo fin, enfrentó la persecución en bien de la Ley y mostró el coraje de un león.
La nuera del señor Makiguchi, Sadako, esposa de su hijo Yozo, se enteró de estos detalles de boca del guardián.
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Esa voluntad de acero y esa rigurosa disciplina iban unidas a una calidez y una gentileza increíbles. Cuando estaba empezando su carrera y enseñaba en una escuela primaria vinculada a la universidad para maestros de Hokkaido (actual Universidad de Ciencias Pedagógicas de Hokkaido), en las mañanas en que nevaba, solía salir a recibir a sus estudiantes a mitad de camino y acompañarlos hasta la escuela. Llevaba a los más pequeños sobre la espalda y a las niñas y niños más grandes tomados de la mano. Era especialmente considerado con los que tenían constitución débil o los que estaban enfermos. Si alguno de ellos tenía las manos agrietadas por el frío, calentaba un poco de agua en el aula y sumergía las pequeñas y heladas manos hasta que recobraban la temperatura normal.
Cuando fue director de la escuela primaria Mikasa, en Tokio, incluso pagaba de su bolsillo la comida para aquellos estudiantes que eran demasiado pobres para llevarla. Era consciente de la situación de cada niño, y trataba de ayudarlos a todos. Era un maestro cariñoso y solícito.
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Cierto atardecer de invierno, una mujer que había ido a verlo en busca de orientación estaba por regresar a la casa; cargaba a su bebé a la espalda. El señor Makiguchi dobló unos periódicos y los introdujo entre los pliegues del quimono del niño, mientras explicaba: «Así estará tan abrigado como si tuviera ropa extra». En otra oportunidad, se arrodilló en un helado y ventoso andén del tren para reparar la tira rota de la sandalia de una anciana. ¡Cuán tierno y considerado era! Esa rara combinación de coraje avasallador frente a la muerte y preocupación sin medida hacia los demás testimonia la grandeza humana del señor Makiguchi.
Su tremendo amor por la gente y su infinita benevolencia lo impulsaron a defender la causa de la verdad y de la justicia, a luchar con ardiente determinación contra todo lo que fuera perverso y destructivo.
La fe indomable y la valentía sin claudicaciones nos dan la capacidad para abrazar a los demás con ilimitada calidez y amor compasivo. La verdadera bondad debe estar siempre respaldada por la fortaleza interior.
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Ignorar la injusticia y no enfrentarla hace infelices a todos. Una sociedad así me preocupa profundamente.
La vida del señor Makiguchi estaba basada en la creencia de que no hacer el bien es lo mismo que hacer el mal. Vivió en el marco de una elevada moral y al servicio de la humanidad.
Este mes se cumple el 70.º aniversario de la conversión del señor Makiguchi al budismo Nichiren; y el 6 de junio, el 127.º aniversario de su nacimiento.
Tengamos siempre presente que el espíritu de la Soka Gakkai se transmite y se perpetúa a través de nuestros valientes esfuerzos como defensores de la justicia y del humanismo. Sigamos la senda que nos marcó el señor Makiguchi en su lucha contra los males del mundo. Iluminemos el corazón de nuestros amigos y compañeros miembros con el brillo de nuestra personalidad.
(Este relato se basa en los recuerdos del autor sobre los episodios –que su mentor, Josei Toda, le transmitió– del presidente fundador de la Soka Gakkai, Tsunesaburo Makiguchi.)
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