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Adolfo Pérez Esquivel, defensor argentino de los derechos humanos y premio nobel de la paz

(De la serie «Recuerdos de mis encuentros con destacadas personalidades del mundo –Parte II–», publicado en el Seikyo Shimbun el 19 de enero de 1997)

«Cuando la Argentina estuvo bajo la dictadura militar, entre 1976 y 1983, unas treinta mil personas fueron asesinadas. Fueron secuestradas y torturadas hasta la muerte». Los estudiantes de la Universidad Soka de Tokio escuchaban, sobrecogidos, el testimonio doloroso de Adolfo Pérez Esquivel. Era junio de 1994. ¿Es posible que algo tan horrendo haya sucedido en estos tiempos, en este mundo? Las palabras de quien lo había vivido en carne propia seguían estremeciendo incluso a quienes ya tenían conocían semejante tragedia.

Daisaku Ikeda recuerda la valiente resistencia de Adolfo Pérez Esquivel frente a la dictadura argentina.

El Sr. Ikeda conversa con el Dr. Pérez Esquivel y su esposa, Amanda Guerreño (Sendagaya, Tokio, diciembre de 1995)

«Desde luego, los treinta mil no murieron de un día para el otro. Desaparecían de a uno o dos cada vez. Aunque el número de víctimas iba creciendo —de cinco a diez, de diez a cien, de cien en adelante—, no hubo ningún clamor de protesta por parte de la sociedad. Y por eso los muertos llegaron a ser treinta mil».

Un día, de pronto, desaparecía un marido, una esposa, un hijo, una hija... Las autoridades militares eran muy hábiles a la hora de hacer «desaparecer» a la gente sin dejar rastro. Hoy, cuando ningún país puede ignorar con facilidad la opinión pública internacional, oprimir abiertamente al pueblo resulta inaceptable. Pero las dictaduras saben hallar otras formas: se puede hacer «desaparecer» silenciosamente a quienes consideran «perturbadores», en forma casi imperceptible, uno por uno, y protestan, en infligir un daño irreparable a ellos y a su causa, por implacables que sean los medios.

El doctor Pérez Esquivel ha escrito: «Los militares golpistas se sentían dueños y señores de la vida y la muerte. [...] Las madres, los familiares, las abuelas, golpearon incansablemente las puertas de las iglesias, de los sindicatos, de los organismos del gobierno nacional y provincial. Encontraron casi siempre las mismas respuestas: “No sabemos dónde están”. “¡Usted sabe cómo son los jóvenes!”. “Por algo será. ¡Algo habrá hecho!"»[1]

Los desaparecidos, víctimas de esa puesta en escena, eran rotulados como «criminales»; todo aquel que no los conocía personalmente estaba dispuesto a creer el argumento oficial. En realidad, había una campaña desde el propio Estado para controlar la opinión pública; el gobierno manipulaba los medios de comunicación y cualquier oportunidad era válida para insistir en el mensaje del «Proceso». El doctor Pérez Esquivel describe este fenómeno como «suspensión de la conciencia»[2]. El pueblo, privado de espíritu crítico, terminó por convencerse de que la retórica oficial era legítima. Como todos decían que los desaparecidos eran criminales, tenía que ser cierto; «algo habrían hecho». En lugar de hablar guiados por los principios y en la conciencia, la mayoría decidió guardar silencio y no involucrarse.

Pero el doctor Pérez Esquivel no pensaba quedarse callado. Se puso en contacto con los familiares de los desaparecidos y marchó al frente de las manifestaciones de madres que reclamaban la aparición con vida de sus seres queridos. Ya en esa época, él venía realizando activas campañas contra las violaciones de los derechos humanos en América Latina. Como cristiano, estaba convencido de que la acción era, para él, el único camino posible.

En 1977 fue repentinamente arrestado, sin orden judicial ni cargos válidos en su contra. Lo arrojaron a una celda y lo sumieron en un mundo de palabras y reacciones violentas. Allí pudo desenmascarar la fachada hipócrita que el gobierno mostraba a su pueblo; la auténtica brutalidad se le reveló del modo más crudo. La suya era una celda infame, donde ni siquiera podía caminar cuatro pasos. Se moría de frío. Trataba de impedir que entrasen la lluvia y el viento por la ventana sin vidrios colocando periódicos viejos; se cacheteaba la piel para conservar el calor, pero todo era en vano. No conseguía dormir: sus torturadores lo despertaban cada dos horas.

El único propósito de sus carceleros era destruir física y mentalmente a quienes resistían el régimen. Un carcelero le dijo: «Usted... aquí no es nadie, es solo un preso... [...] ¡Ni Dios lo va a salvar!»[3]. Algunos prisioneros padecían horribles quemaduras de cigarrillos en la piel. Durante largos meses llevaban los ojos fuertemente vendados, y a muchos les quedaban marcas permanentes por la presión. Muchos sufrieron daños psicológicos profundos e irreparables. Al doctor Pérez Esquivel lo sometieron a la picana eléctrica. Durante toda esa locura, se juraba una y otra vez que no sería derrotado; se prometía resistir y ser más fuerte que el dolor.

Daisaku Ikeda recuerda la valiente resistencia de Adolfo Pérez Esquivel frente a la dictadura argentina.

El Dr. Adolfo Pérez Esquivel y el presidente de la SGI, Daisaku Ikeda, mantienen conversaciones (Sendagaya, Tokio, diciembre de 1995)

Cuando nos conocimos en Tokio, en diciembre de 1995, este gran luchador me dijo: «En la cárcel, adquirí la fortaleza de sobrevivir en condiciones extremas y el poder de resistir. Hablo de fortaleza mental y espiritual. En la cárcel, a uno le quitan la libertad física. Pero la mente es libre: nadie puede encarcelarla»

Sostenido por la oración, el doctor Pérez Esquivel cumplió su promesa y soportó la vida de presidio. Lo más duro para él era escuchar el ruido de los golpes con que destruían a los demás, los llantos desgarrados de dolor y de angustia. Las autoridades no tenían oídos para el sufrimiento humano; para ellos, sus prisioneros eran números sin rostro ni alma.

¡Qué peligrosa es una sociedad cuando pierde el sentido del bien y del mal!

Hace poco, en el Japón, un niño se suicidó por no poder soportar más la intimidación de la que era objeto en la escuela, durante los recreos. Sin ninguna conciencia del disparate que estaba diciendo, uno de sus compañeros comentó, mientras manifestaba su pesar: «Ahora tengo un rival menos del cual preocuparme...». Es fácil censurar esta frialdad. Pero ¿quién tiene derecho a condenar a este joven cuando los líderes de nuestra sociedad no persiguen más que el beneficio personal, sin ningún criterio ético ni moral y de la forma más desvergonzada?

Una y otra vez, el doctor Pérez Esquivel exhorta a los jóvenes a no ser espectadores pasivos. Los urge a participar, a ser los principales actores de la gesta humana que se desarrolla a su alrededor. Los alienta a construir la historia, a adquirir discernimiento crítico para detectar la injusticia, a actuar y a aglutinar al pueblo en torno a la unión y al respaldo mutuo.

Esperar que alguien haga algo es una actitud irresponsable, que revela la propia derrota espiritual. Es muy importante tener conciencia social, afirma. Debemos rebelarnos contra la injusticia... ¡Y cuán cierto es! Cuando los buenos son apedreados, cuando se tienden trampas a las personas honestas y trabajadoras, ¡no cabe otra reacción más que la ira legítima! Cuando en cualquier lugar del mundo alguien discrimina a un semejante, ¡debemos arder de indignación! ¡Alcen la voz! ¡Sofoquen las mentiras amplificadas de los opresores con un rotundo «no»! Nada conviene más al poder que la apatía del pueblo, que la sensación de impotencia de la gente, que su silencio cómplice ante la violación de los derechos humanos...

Durante su odisea en la cárcel, el Premio Nobel de la Paz adquirió una lúcida comprensión de las palabras de Martin Luther King: «Lo que duele no es la represión perpetrada por los malos, sino el silencio de los buenos»[4]. Cuando en una sociedad cunde la apatía moral, cuando la gente no quiere verse involucrada, la maldad se siente a sus anchas para hacer y deshacer a su antojo. Entonces, la gente de bien que hizo silencio y cerró los ojos se vuelve cómplice de cada uno de los crímenes.

Cuando el fundador de la Soka Gakkai, Tsunesaburo Makiguchi, fue arrestado por sus convicciones antibélicas durante la Segunda Guerra Mundial, les preguntó a sus compañeros de presidio: «¿Hacer el mal es lo mismo que no hacer el bien? ¿O son dos cosas distintas?». Sin embargo, se trata de una misma cosa. El señor Makiguchi sabía que entre el bien y el mal no hay medias tintas.

Después de catorce meses, el doctor Pérez Esquivel fue liberado, pero el gobierno siguió vigilándolo con todo rigor.

Una persona capaz de proclamar la causa de la justicia, una persona que se pone de pie para reclamar en favor del bien, es más poderosa que la multitud apática. A este líder de la resistencia también se lo conoce como escultor y pintor. Siempre ha creído que un artista es quien siente la alegría, la congoja y el sufrimiento del pueblo, y los expresa mediante la forma y la voz.[5]

Les dije, a él y a su esposa, la música Amanda Guerreño: «Si ambos hubieran sido solo artistas, habrían tenido una vida pacífica y serena. Pero tuvieron el coraje de sumarse a la lucha por los derechos humanos. Se pusieron de pie para salvar a los que sufrían. Cuando uno se erige en defensa de una causa, al mismo tiempo queda expuesto a las críticas y a los ataques de todos los flancos. Ustedes lo sabían y, aun así, eligieron caminar por la senda de espinos. ¡Qué vida magnífica han construido! Por ser una existencia consagrada a luchar contra la opresión, resplandece con brillo perenne».

En 1980 se le otorgó el Premio Nobel de la Paz. La decisión dio un enorme ímpetu a la lucha por los derechos humanos en todo el mundo. Le pregunté: «¿No se enfureció el gobierno militar que tanto lo había perseguido cuando le concedieron el Nobel?». «Con toda seguridad», respondió. «Las autoridades se opusieron y protestaron contra el premio, más que ninguna otra persona». Comentó que los medios de comunicación guardaron silencio sobre el verdadero mérito de sus actividades y sobre el reconocimiento internacional que él había recibido; si escribían sobre él, era para distorsionar los hechos.

El día que se marchó de Japón, el doctor Pérez Esquivel me envió un mensaje: «Cuando alguien en quien tengo mucha fe es atacado, insultado y perseguido, yo no le digo nada. Pero cuando esa persona deja de ser criticada, entonces manifiesto mi descontento, pues ello significa que ha abandonado la lucha. Hay una cita atribuida al Quijote que dice que, si los perros ladran, es señal de que cabalgamos».

Son las palabras profundamente inspiradas de un paladín consagrado a la justicia.

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