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José Abueva - Contra el rencor

Contra el rencor

[Extraído del libro One by One de Daisaku Ikeda que contiene ensayos sobre sus encuentros con personalidades, académicos y activistas del mundo.]

Era 1944. Un pequeño bote rozaba la ribera lentamente. El que remaba era un joven de 16 años. Buscaba a sus progenitores capturados por el ejército japonés que había ocupado Filipinas. Su padre Teodoro Abueva pertenecía al Consejo Provincial de Bohol del gobierno de resistencia y se había opuesto a cooperar con los invasores. Su madre, Nena Veloso Abueva, dirigía igualmente el Servicio Auxiliar Femenino de Bohol. Teodoro y Nena tenían tres hijas y cuatro hijos. El joven del bote era José, el segundo de los varones.

Daisaku Ikeda y su esposa Kaneko se encuentran con José V. Abueva en Filipinas, febrero de 1998

Daisaku Ikeda (der.) y su esposa Kaneko se encuentran con José V. Abueva (Filipinas, febrero 1998)

Así comenzaba la narrración del doctor José Abueva, ex presidente de la Universidad de Filipinas, titulada «Crónica familiar de guerra y paz, amor y recuerdos» que había escrito gentilmente para mí. El relato continuaba de la siguiente manera...

Hacía mucho tiempo que los militares japoneses estaban tras Teodoro. Un día, apresaron a sus hijos, José y Billy, y a su madre. Luego soltaron a José para que le transmitiese a Teodoro que se rindiera si quería ver a los suyos nuevamente.

Al cabo de unos días, Billy regresó tambaleando y gimiendo de dolor. Estaba irreconocible. Tenía la cara hinchada, los dientes frontales destrozados y el cuerpo magullado de azotes. Se trataba de una tácita advertencia de los japoneses dirigida a Teodoro: «Si insistes en resistirte, torturaremos y mataremos a tu madre». Pero ella le había encargado secretamente a Billy un mensaje para Teodoro: «No te rindas. No me importa qué pase conmigo. Yo ya estoy vieja. Vive por tu esposa y tus siete hijos».

Un año después, el ejército invasor capturó a toda la familia Abueva que había estado escondida en las montañas con los rebeldes, a excepción de José y Billy que vivían con otros. Teodoro y Nena fueron separados y torturados. Los hijos fueron obligados a escuchar los gritos de agonía de sus padres. Luego, los soldados se llevaron a Teodoro y Nena, y dejaron libres a los hijos. José salío en busca de sus padres en un bote con su primo, y Billy se quedó cuidando a los hermanos.

Colina de la tragedia

Era el comienzo de un penoso desenlace. José desembarcó en el poblado donde capturaron a su familia. Ahí, había corrido la noticia de que Estados Unidos se había dispuesto recuperar el control de Filipinas, por lo que ya no habían japoneses a la vista. José indagó y buscó rastros de sus padres. Oró para que estuviesen a salvo milagrosamente. La gente le aconsejó ir a un acantilado donde decían que algunos habían sido ejecutados y arrojados. Cuando llegó a la zona escarpada, le dijeron que los disidentes habían sido asesinados en una colina. Se apresuró hacia ella. Se negaba en creer que estuviesen muertos. Subió la cuesta. Era un día sin nubes y sol ardiente. Llegó a un lugar despejado rodeado de arbustos. Un olor fétido lo invadió súbitamente. Y, descubrió la obra del verdugo. Encontró una camisa manchada de rayas azules, que reconoció inmediatamente como la de su padre, y un pedazo del vestido marrón de su madre; también identificó fragmentos de un rosario y un cinturón que eran de ellos.

A pesar de lo desgarrador del momento, José no lloró. Ya no le salían lágrimas. Estaba exhausto física y moralmente. Contempló su derredor y elevó la mirada hacia el estrecho, hacia el mar centelleante en dirección a Mindanao. Pensó aceleradamente en lo que le sucedió a sus padres: torturados e inmolados por no doblegar su amor a la patria y a la libertad. Sus vidas terminaron en esa colina cruelmente; sus cuerpos abandonados a la intemperie más de una semana, expuestos a los animales y las inclemencias del tiempo.

José recogió lo que quedaba de sus padres y regresó al bote. El brillo de las olas encandiló sus ojos. Las fuerzas aliadas del general [Douglas] MacArthur habían desembarcado en la isla de Leyte, el 20 de octubre. La ejecución de sus padres fue perpetrada el 23 de octubre. Para ellos, la liberación filipina llegó un poco tarde.

Improvisación de camillas por los prisioneros filipinos y norteamericanos para el transporte de aliados en el Campo O'Donnell, tras la Marcha de la Muerte de Bataán (Capas, Tarlac, 1942. Fuente: Wikimedia commons)

Improvisación de camillas por los prisioneros filipinos y norteamericanos para el transporte de aliados en el Campo O'Donnell, tras la Marcha de la Muerte de Bataán (Capas, Tarlac, 1942. Fuente: Wikimedia commons)

Los siete hijos que sobrevivieron decidieron construir la tumba de sus padres en el jardin al lado de la escuela primaria del pueblo y celebraron una misa en su honor con amigos y parientes. El doctor Abueva escribió al respecto: «Al ver la gran corona desde la veranda, yo era apenas uno de los numerosos dolientes. Me desmoroné y lloré desconsoladamente. (...) Es algo que ocurrió hace cincuenta años pero sigo sin olvidarlo. No se puede eliminar de la memoria». Cuántos más tendrán que sufrir la crueldad y la atrocidad desquiciada de la guerra, y sufrir por sucesos imposibles de borrar.

Cuando me contó eso, el doctor Abueva agregó: «A pesar de los años, las autoridades japonesas siguen sin admitirlo tercamente, sin disculparse por los graves daños causados por las invasiones durante la Segunda Guerra Mundial. De manera deliberada, los textos de historia del Japón ocultan la verdad y justifican su error. En Asia, estamos indignados por esa falta de sensibilidad y honestidad. ¿Cómo pretenden encubrir una verdad presenciada, sufrida, registrada y recordada por tantas personas?».

Giro decisivo

Huérfanos tras la guerra, los hermanos Abueva aunaron esfuerzos apoyándose mutuamente y continuaron sus estudios. Supieron salir adelante y ahora son ciudadanos que contribuyen ejemplarmente en las artes y la educación. Tras egresar de la Universidad de Filipinas y de la Universidad de Michigan, José se convirtió en docente en su alma máter.

El doctor José Abueva se labró una distinguida carrera en el campo de la educación y el desarrollo, trabajando en países como Nepal, Tailandia, Líbano, Estados Unidos y Japón. Los entrañables recuerdos de sus padres le han apoyado en todos esos destinos y se ha dedicado a promover la paz para honrarlos. Él dice que todo lo que ha logrado lo construyó a partir de aquel día fatídico en la colina. Está plenamente consagrado a la paz para evitar que otros sufran la tragedia que él padeció.

En abril de 1990, cuando visitó la Universidad Soka en Tokio, el doctor Abueva manifestó sin resentimientos su preocupación por el posible rearme del Japón: «Mis padres fueron ejecutados por soldados nipones. Pero ninguno de los siete hermanos guardamos rencor hacia el Japón. Le tengo estima a los japoneses. Estoy seguro de que ambos pueblos compartimos el mismo amor por la paz».

Es admirable que a pesar del profundo sufrimiento, el doctor Abueva mantenga ese tipo de noble convicción. Realmente, tiene un gran corazón. ¿Cómo pudo superar ese impulso irrefrenable de encono y odio, tan comprensible en su situación? Él también se pregunta cómo logró perdonar, y lo atribuye a la religiosidad de sus padres y a su enseñanza de «amar y perdonar aun en medio del dolor y la muerte».

El doctor Abueva dice que lo irónico fue que lo contrataron para trabajar en la Universidad de las Naciones Unidas (UNU) en Tokio, por lo que él y su familia vivieron en la tierra de sus antiguos enemigos durante casi ocho años.

El primer año en la capital nipona, sus hijos le preguntaron por qué los japoneses mataron a sus abuelos. El doctor Abueva solo atinó a decirles que sus abuelos se opusieron a la invasión por amor a la patria a costa del martirio.

En la Universidad de las Naciones Unidas, el doctor Abueva trabajó con un talentoso equipo multinacional de consagrados especialistas para impulsar la misión institucional de coordinar proyectos de investigación sobre temas globales como la erradicación del hambre, la gestión de los recursos naturales y la promoción del desarrollo social. Durante su estadía en Japón, los Abueva se esmeraron en estrechar la amistad con los demás como embajadores de buena voluntad, aprendiendo el idioma y la cultura del país en donde se encontraban. El doctor Abueva dice: «Aunque terminamos viviendo, aprendiendo y laborando accidentalmente en Japón, preferimos pensar que así pudimos ayudar, siquiera un poco, a la reconciliación de Filipinas y Japón».

Formación de líderes de la paz

Cuando volivió a su país, el doctor Abueva apoyó a [la presidenta] Corazón Aquino en las conversaciones de paz entre el gobierno y la insurgencia separatista del Frente Moro de Liberación Nacional (MNLF, por sus siglas en inglés), y en 1987, fue designado presidente de la Universidad de Filipinas.

En una ocasión declaró acaloradamente: «En la historia hay cuantiosos líderes de guerra, pero pocos líderes de paz. Pienso cambiar eso».

La Universidad de Filipinas es una de las más renombradas del país como cuna de líderes en los más diversos ámbitos de la comunidad. El mayor interés del doctor Abueva fue formar estudiantes con conciencia de responsabilidad social, dispuestos y deseosos a tomar la iniciativa de la búsqueda de soluciones a los problemas nacionales. El doctor Abueva estaba convencido de que una universidad debe, ante todo, coadyuvar a ascendrar la calidad de liderazgo en beneficio de la ciudadanía y del país.

El doctor Abueva me dijo que lo que le preocupó más al asumir la presidencia fue la disminución de estudiantes de los estratos menos pudientes. Para cambiar eso, estableció un sistema en el que la matrícula de los alumnos pertenecientes a las familias más acomodadas era más alta con el fin de subsidiar a los estudiantes de escasos recursos.

Como presidente de la universidad, concentró esfuerzos en la creación de una Casa de la Paz dedicada al intercambio internacional. Me complace saber que los alumnos de la Universidad Soka han estudiado en la Universidad de Filipinas y le agradezco al doctor Abueva por la amabilidad de invitarlos a su casa. Para él, el fortalecimiento y el estrechamiento de lazos entre las personas es más importante que las relaciones entre los gobiernos. En particular, la juventud y el intercambio cultural son para él un flujo vital en la anchurosa corriente de la paz que desea generar.

La Casa de la Paz

En mayo de 1993, el doctor Abueva me invitó a la inauguración de la Casa de la Paz de la Universidad de Filipinas, conocida por los lugareños como Balay Kalinaw. Ahí existe un sitio llamado Hall Ikeda, denominado así por el doctor Abueva en homenaje a la amistad entre Filipinas y Japón. Al tomar la palabra en la ceremonia, mencioné a mi maestro de vida Josei Toda, quien fue el segundo presidente de la Soka Gakkai. Josei Toda también se opuso al militarismo japonés y fue encarcelado dos años por eso. Mi maestro estaba convencido de que el Japón sería auténticamente una nación de paz cuando lograse hacerse merecedor de la confianza de los países vecinos de Asia. Por eso, manifesté mi determinación de dedicar mi existencia al bien de los pueblos de Asia, en mi condición de ciudadano japonés, convencido de que el entendimiento mutuo es un factor imprescindible.

En el discurso, cité los siguientes versos del eximio poeta y héroe filipino, José Rizal, que fue fusilado en 1896 sin constatar la independencia nacional que tanto había anhelado:

Muero sin ver brillar
el alba sobre mi patria.
Ustedes que lo harán
celebren su llegada mas no olviden
a quienes cayeron en la noche.

Los padres del doctor Abueva también perdieron la vida en la oscuridad sin apreciar la alborada de la paz. Creo, como el doctor Abueva, que sus progenitores le encargaron la misión de hacer realidad su clamor de paz.

Cuando recité los versos, el doctor Abueva se sacó los lentes sin poder contener las lágrimas. Cuando se restregó los ojos, noté un destello y el hálito de cinco décadas de historia familiar.

El doctor Abueva reaccionó a mi discurso levantándose de su asiento e hilvanando la siguiente estrofa:

Avaricia y credo, jerarquía y etnia;
no más matanzas ni mutilaciones;
débil fue el pobre e injusto el fuerte.

Su voz resonó en la Casa de la Paz y su eco acarició la colina que escaló años atrás.

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