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La época del soft power (Universidad de Harvard, EE. UU., 1991)

[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 235-246. Disertación pronunciada en la Universidad de Harvard, Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos, el 26 de septiembre de 1991].

Es un inmenso honor para mí estar hoy junto a ustedes; pero, además, es un privilegio especial que se me invite a disertar en momentos en que la Universidad de Harvard, la más antigua de los Estados Unidos, celebra sus trescientos cincuenta años de ilustre historia. Deseo valerme de la ocasión para agradecer particularmente al profesor John D. Montgomery, quien tuvo la gran gentileza de presentarme al público; a los profesores Joseph Nye y Ashton Carter, quienes comentarán mi discurso al término de mis palabras, y a las muchas personas que me han recibido con tanta amabilidad en este lugar.

Los recientes cambios políticos en la Unión Soviética han conmovido al mundo y han mostrado claramente una tendencia impetuosa e imposible de frenar. Muchos la han querido definir como un auge del soft power (poder moderado).

En el pasado, la fuerza impulsora de la historia ha dependido en gran medida del hard power (poder duro), representado por la fuerza militar, la autoridad política y la riqueza. Sin embargo, en años recientes ha comenzado a disminuir la importancia relativa del hard power para dar paso, gradualmente, a una mayor incidencia de la información, el conocimiento, la cultura, las ideas y los sistemas de pensamiento: las herramientas del soft power.

Aunque las acciones que se vieron en la guerra del Golfo, en 1991, parecieron ser un clásico ejemplo de aplicación del hard power militar, en realidad las armas y las tácticas de las fuerzas de coalición primero necesitaron el soft power representado por el apoyo de las Naciones Unidas y de la opinión pública internacional. Creo que tenemos el deber histórico de alentar una firme reducción en el uso del poder duro y de fomentar en forma permanente el empleo sustitutivo del poder moderado.

En tal sentido, sostengo que la motivación interna será la clave más importante para abrir la senda hacia una era de soft power. A lo largo de los tiempos, los sistemas de hard power han utilizado con éxito distintas herramientas de coerción para movilizar a los pueblos hacia determinadas metas. Sin embargo, el éxito del soft power se basa en la voluntad, y apela a una energía nacida en el interior del individuo, creada mediante el consenso y la comprensión entre los semejantes. Esta clase de energía, arraigada en la espiritualidad y en la naturaleza religiosa del ser humano, ha sido considerada tradicionalmente en contextos filosóficos. Pero el uso del soft power, sin el sostén de un cimiento filosófico que fortalezca y movilice los recursos espirituales del ser humano, podría ser un mero «fascismo sonriente». En una sociedad así, la información y el conocimiento, aun siendo abundantes, quedarían sujetos a la hábil manipulación de quienes ejercen el poder. Y un pueblo carente de sabiduría es fácil presa de los abusos de autoridad. Por este motivo, el factor esencial para mantener y acelerar la tendencia hacia el soft power reside en la filosofía.

La religión y la conciencia individual

Me gustaría brindar un ejemplo, con ánimo de ilustrar lo que entiendo por «motivación interna». En sus célebres Cartas provinciales, Blaise Pascal (1623-1662) ataca el complejo sistema de los «precedentes de la conciencia» que habían establecido los jesuitas para facilitar la labor misionera. La naturaleza de sus críticas permite ver con notable claridad la diferencia fundamental entre la motivación de origen interno y la que es impuesta desde afuera. Los jesuitas habían desarrollado un elaborado sistema de fe y de propagación. Donde resultaba conveniente hacerlo, incluso permitían a los creyentes reverenciar deidades no cristianas. Como jansenista, Pascal subrayaba la importancia de la conciencia individual; por eso denunciaba el uso de la autoridad eclesiástica para establecer e imponer en la conciencia normas y preceptos predeterminados. El pensador describe esta práctica con las siguientes palabras:

Tal era el plan que seguían en las Indias [orientales] y en la China, donde permitían que los cristianos practicaran la idolatría, con ayuda de este ingenioso ardid: hacían que sus conversos ocultaran bajo las ropas una imagen de Jesucristo, a la cual les enseñaban a transferir mentalmente las adoraciones que ofrecían, de manera ostensible, al ídolo (de Shakyamuni o de Confucio).(1)

Pascal no necesariamente condena la práctica en sí; reconoce que hay ocasiones en las que, tal vez, haya sido necesaria. Sin embargo, un individuo solo puede llegar a la decisión propia de engañar luego de un proceso de contemplación, introspección y cuestionamiento interno, lo cual implica una suerte de ejercicio de la conciencia individual. Si, desde fuera, se fija una norma o precedente para la decisión de engañar, se evita este penoso proceso. Y la conciencia, en lugar de desarrollarse, se atrofia y declina. Para Pascal, el recurso que los jesuitas denominaban «precedentes de la conciencia» no era más que una servil rendición a la búsqueda de respuestas fáciles, un suicidio de la conciencia y de la orientación moral interior. Las críticas de Pascal van más allá del contexto histórico de su época, y abordan la pregunta universal sobre la naturaleza de la conciencia humana.

Los Estados Unidos del siglo xix, aunque no hayan alcanzado el nivel de pureza que hubiese querido ver Pascal, proveen uno de los raros casos históricos en que el tenor de toda una sociedad se ha visto nutrido por el énfasis en la función interior del alma. Cuando Alexis de Tocqueville (1805-1859) visitó los Estados Unidos, medio siglo después de su fundación, se sintió impresionado por la simplicidad de la práctica religiosa que mantenían los norteamericanos y, a la vez, por la sinceridad y el vigor de sus sentimientos. Con agudeza analítica, así lo describe en La democracia en los Estados Unidos, donde hallamos el siguiente pasaje:

Mi objeto pasó a ser […] inquirir cómo se llegó a que la verdadera autoridad de la religión se viese incrementada por un estado de cosas que, precisamente, disminuía su fuerza aparente…(2)

La Iglesia católica que Tocqueville conocía en Francia se caracterizaba por su impacto artístico y visual, por su formalidad y sus complejos rituales. A menudo, todo esto servía para restringir y oprimir el espíritu. Tocqueville había supuesto que toda reducción en la «fuerza aparente» de la Iglesia —sus rituales y formalidades— liberaría a las personas de su control externo y, en consecuencia, provocaría un debilitamiento en el espíritu de su fe. Sin embargo, encontró que en los Estados Unidos ocurría precisamente lo contrario. Para citarlo una vez más:

No he visto otro país donde el cristianismo se vistiese con formas, figuras y observancias menos notorias que en los Estados Unidos, ni en el cual presentara ideas tan simples, nítidas o aceptables al espíritu humano.(3)

A primera vista, parecería que Tocqueville está comparando el formalismo del catolicismo francés con el espíritu floreciente del puritanismo en los Estados Unidos. Pero, desde un punto de vista más profundo, creo que está ensalzando una religiosidad intensamente personal. Sublimada en su forma más pura y generada en la dimensión más íntima del individuo, había llegado a constituir el tono espiritual característico de este país.

Todas las religiones que dejan una impronta perdurable en el ser humano y en la sociedad deben actuar tanto en el nivel personal como en el institucional. Todas las grandes religiones se basan en una verdad o entidad absoluta y trascienden las diferencias de raza, clase o posición social. Enseñan, además, el respeto al individuo. No obstante, a medida que la convicción evoluciona, da lugar a movimientos religiosos, y estos hacen que surjan las demandas organizativas. Desde mi punto de vista, los aspectos institucionales de la religión deben adaptarse constantemente a las condiciones fluctuantes de la sociedad. Es más, deben sustentar y dar prioridad a los aspectos personales e individuales de la fe. Con todo y por desventura, lo cierto es que pocos movimientos religiosos han podido evitar el riesgo de la osificación organizativa. El desarrollo de los aspectos institucionales termina por sofocar y restringir a los seres humanos, cuando, en principio, el propósito de la religión había sido brindarles asistencia. Los poderes coercitivos externos de las instituciones eclesiásticas, y los rituales que de ellos se derivan, asfixian los poderes internos y espontáneos de la fe y, como resultado, lo que acaba perdiéndose es la pureza inicial de la creencia. Ya que esto es tan común, tendemos a olvidar que representa lo opuesto a la auténtica función de las religiones.

Tocqueville destacaba que la comunidad religiosa norteamericana hubiese eludido esta clase de desviaciones. En su opinión, el pueblo estadounidense había logrado mantener la pureza esencial de la fe. En 1838, en el Divinity College de Cambridge, Ralph Waldo Emerson (1803-1882) comentaba esa pureza y dejaba traslucir su parecer de que la fe es una función de la vida interior. Citamos un fragmento:

Lo que me muestra a Dios dentro de mí me fortalece. Lo que me muestra a Dios fuera de mí me vuelve insignificante como una verruga o un grano.(4)

Hay quienes sugieren que la visión religiosa amplia y optimista proclamada por Emerson y sus contemporáneos fue solo un respiro feliz y fugaz, en el declive espiritual de los tiempos modernos. Antes que eso, hubo una era de connivencia entre la religión establecida y la autoridad política. Lo que vino después fue una época de secularización, que redujo las cuestiones espirituales al nivel de una mera preocupación privada, sin mayores consecuencias. Así y todo, no pienso que se justifique relegar íntegramente al pasado este período especial ni tampoco sus frutos. Creo que la espiritualidad de motivación interna sigue viva, en las profundidades de la experiencia y de la conciencia histórica de los Estados Unidos.

El bushido y el autocontrol

Si volvemos la mirada al Japón moderno, nos costará bastante hallar ejemplos significativos de una espiritualidad de motivación interna. Una vez que el Japón se abrió al resto del mundo, a mediados del siglo xix, se lanzó de lleno al cumplimiento de políticas que tenían por fin equiparar y superar a las naciones industrializadas de Occidente. El gran escritor japonés Soseki Natsume (1867-1916) llega a la raíz de la cuestión, cuando define este período como un proceso de civilización externamente impuesto. Sin duda, todos los modelos y las metas de la modernización provinieron desde afuera. En su premura por ponerse al día, los japoneses de esa época no sintieron que pudiesen dedicar el tiempo necesario a elaborar por sí mismos las ideas relacionadas con la modernidad.

Aquí desearía dar a conocer un episodio de la vida de Inazo Nitobe (1862-1933), educador del período Meiji que contribuyó al mejoramiento de las relaciones entre el Japón y Norteamérica. En una oportunidad, mientras Nitobe conversaba sobre religión con un conocido belga, este le preguntó si el sistema japonés brindaba educación espiritual. Tras pensarlo detenidamente, Nitobe respondió que, entre los siglos xvii y xix, lo que había configurado la espiritualidad del pueblo japonés no había sido tanto la religión, como el bushido o «camino del samurái». En 1899, Nitobe escribió un libro en inglés titulado Bushido: The Soul of Japan. An Exposition of Japanese Thought (El bushido, alma del Japón. Análisis del pensamiento japonés).

Hay varios puntos en común entre la espiritualidad del bushido y la filosofía del protestantismo y el puritanismo. Esto explica, en parte, el entusiasmo con que fueron acogidos en el Japón los escritos de Benjamin Franklin (1706-1790) durante el período Meiji. Sin embargo, hay algo más importante aquí: la formación espiritual que inspiró el bushido en el pueblo japonés fue, en gran medida, motivada en el interior del ser humano. La motivación interna siempre va de la mano del autocontrol; uno actúa de un modo correcto y responsable, no porque alguien lo obligue a hacerlo, sino por propia voluntad y en forma espontánea. Durante el período Edo (1603-1867), hubo una incidencia relativamente baja del delito y de la corrupción. Esto me mueve a pensar que la espiritualidad de motivación interna ejerció una influencia concreta en el funcionamiento de la sociedad japonesa. Es interesante hacer notar que Tocqueville observó algo muy semejante en Norteamérica: «No hay país donde la justicia criminal se administre con tan poca severidad como en los Estados Unidos».(5)

Como el pueblo japonés de dicho período supo encontrar una fuente de motivación interna, pudo alcanzar un admirable grado de autocontrol y de dominio propio. Estas cualidades se cuentan entre los rasgos esenciales del humanismo, en la medida en que ayudan a establecer relaciones entre personas más fluidas y menos conflictivas. El autocontrol y la motivación interna, como ideales sociales en el Japón, dieron origen a una cultura única de belleza singular. Esto fue comentado por muchos observadores, entre ellos, Edward S. Morse (1838-1925), graduado de Harvard y pionero de la exploración arqueológica en el Japón. Morse escribió abundantes crónicas sobre la sorprendente belleza que encontró en la vida y en las costumbres de los japoneses. Walt Whitman (1819-1892) también se admiró al ver el aire de dignidad de los emisarios japoneses que veía caminar por las avenidas de Manhattan.

A partir del crecimiento económico relativo que alcanzó el Japón, las relaciones actuales entre los Estados Unidos y este país, si bien continúan siendo en general amistosas, en años recientes se han visto teñidas por una desarmonía que va en aumento. Esta tensión quedó expuesta de raíz en 1990, durante las gestiones de la Iniciativa de Impedimentos Estructurales, que revelaron fricciones de naturaleza más cultural que económica. Las culturas no siempre reaccionan amistosamente cuando se ponen en contacto. Cuando el encuentro cuestiona las costumbres culturales de más arraigo en la vida cotidiana de los pueblos, es muy fácil que surjan reacciones de aversión o inclusive de hostilidad. Nunca se exige de un pueblo tanto autocontrol y tanta disciplina de motivación interna, como cuando este se enfrenta con la confusión y las tensiones que genera el choque cultural. Es imposible lograr una asociación verdadera cuando el esfuerzo por construir la fraternidad no se basa en el autocontrol recíproco y no se asienta en el plano de la motivación interior.

Puede decirse que el Japón moderno adolece de una notoria falta de autocontrol interno. Como resultado, el Japón ha tendido a fluctuar, como en un péndulo, entre el exceso de confianza en sí mismo y el sentimiento de inferioridad. A veces, el país se ha mostrado innecesariamente obsequioso en sus relaciones con los países extranjeros, en especial con Occidente. Pero en otras ocasiones, como ahora, muestra un gratuito rebrote de arrogancia, sin otro fundamento que las últimas estadísticas del producto bruto nacional. Pronto se cumplirán cincuenta años del ataque japonés a Pearl Harbor. Que esto sea un recordatorio de la destrucción horrorosa que puede provocar la falta de autocontrol de un país.

Dicho sea de paso, el Bushido de Nitobe representó un grato papel en la Conferencia de Portsmouth, donde se negoció el fin de la guerra ruso-japonesa (1904-1905). Poco después de que se iniciaran las hostilidades, el gobierno japonés envió a los Estados Unidos a Kentaro Kaneko, miembro del cuerpo legislativo. Su misión era conseguir los buenos oficios del presidente Theodore Roosevelt (1858-1919), para negociar un arreglo al conflicto. Kaneko había sido compañero de Roosevelt en Harvard, y los dos habían mantenido y fortalecido su vínculo en los años siguientes. Cuando el mandatario norteamericano le solicitó un libro que le ayudara a comprender la fuerza motriz de la personalidad japonesa y la educación espiritual de este pueblo, Kaneko le ofreció un ejemplar de Bushido. Meses después, durante una reunión, el Roosevelt dijo a Kaneko que la lectura del libro le había proporcionado una clara comprensión de la personalidad japonesa. Provisto de tal conocimiento, emprendió de buen grado la tarea de mediar en las negociaciones de paz. En la historia de las relaciones modernas entre los Estados Unidos y el Japón —que han distado de ser pacíficas—, el episodio resplandece con la luz vivificante del entendimiento mutuo.

La tarea que hoy tenemos por delante es revivir las fuentes innatas de la energía humana, en un mundo finisecular marcado por el resecamiento espiritual. No es una empresa fácil, ni para el Japón ni para los Estados Unidos. Mucho dependerá de las actitudes que adoptemos. En tal sentido, siento que la doctrina budista del origen dependiente puede efectuar un aporte valioso, en la medida en que explica la relación profunda e inextricable que entrelaza nuestros destinos.

Activar la voluntad de armonizar

El origen dependiente es uno de los conceptos budistas más importantes. Sostiene que todos los seres y fenómenos existen u ocurren en relación con otros seres o fenómenos. Todo se halla entrelazado en una intrincada red de causas y conexiones. Nada puede existir u ocurrir —ni en el mundo de los asuntos humanos ni en el de los fenómenos naturales— solo por su propio antojo. Este enfoque concede mayor importancia a las relaciones interdependientes entre los individuos que a cada sujeto en forma aislada. Sin embargo, ciertos sagaces observadores de Occidente, como Henri Bergson y Alfred North Whitehead, han notado que el énfasis excesivo en la interdependencia puede llevar a diluir la esfera de lo individual y a disminuir la capacidad de compromiso activo en el mundo circundante. De hecho, esta suerte de pasividad ha sido una pronunciada tendencia histórica en las culturas influidas por el pensamiento budista. Con todo, la esencia profunda del budismo trasciende este nivel y ofrece una idea de la interrelación planteada en términos singularmente dinámicos, holísticos y basados en la motivación interna.

Hemos dicho que los encuentros entre las culturas no siempre son amigables. Hay que reconocer la existencia real de intereses opuestos y hasta de cierta hostilidad. ¿Qué hacer para alentar y promover las relaciones armoniosas? Puede sernos de ayuda citar un episodio de la vida de Shakyamuni, a quien una vez le formularon la siguiente pregunta: «Se dice que la vida es preciosa. Pero toda la gente vive matando y consumiendo otros seres vivientes. ¿A cuáles seres vivos debemos matar y a cuáles no?». A esta sencilla expresión de duda, Shakyamuni respondió: «Es suficiente con aniquilar el deseo de matar».

La respuesta de Shakyamuni no constituye una evasión ni un engaño. Se basa en el concepto del origen dependiente que mencioné antes. Lo que nos dice es que, para buscar la relación armoniosa implícita en la idea del respeto a la dignidad de la vida, no debemos limitarnos al nivel fenoménico, donde, indudablemente, el conflicto y la hostilidad son algo de existencia real. El conflicto, en este caso, era saber cuáles seres vivos se podía matar y cuáles no. En cambio, debemos buscar la armonía en un plano más profundo, donde de verdad se vuelve posible aniquilar el deseo de matar. Más que apuntar a la conciencia objetiva, debemos lograr una solidaridad profundamente humana, que trascienda las distinciones entre el yo y el otro. Necesitamos sentir esa energía magnánima y benevolente, que palpita en las profundidades de nuestra subjetividad. Es aquí donde se fusionan la vida individual y la del universo. No se trata de una negación simplista ni de buscar la extinción del yo individual, como criticaron Bergson y Whitehead, sino de la fusión del yo y del otro, en el nivel más profundo. A la vez, esto implica expandir el yo limitado por el egoísmo, y hacer surgir un yo mucho más esencial, de magnitud infinita e ilimitada como el universo.

Las enseñanzas budistas de Nichiren contienen este fragmento: «Sin la vida, no puede existir el ambiente…». En otras palabras, el budismo considera la vida y su ambiente como dos aspectos integrales de una misma entidad. El mundo subjetivo del yo y el mundo objetivo del entorno no son vistos como términos opuestos ni como una dualidad. Ambos mantienen una relación de inseparabilidad o, si se quiere, de indivisibilidad. Esta unidad entre el sujeto y su ambiente no es de naturaleza estática, como ocurriría si ambos elementos, una vez objetivados, pasaran a fusionarse en forma cristalizada. El medio, que abarca todos los fenómenos universales, no puede existir si no es en relación dinámica con la actividad de la vida, que nace de la motivación interna. Para nosotros, en términos prácticos, la pregunta más importante es cómo activar esta fuente interna de energía y de sabiduría que existe en el seno de nuestra vida.

Permítanme dar un ejemplo referido a nuestro anterior análisis sobre la conciencia. A menudo se me pide que ofrezca orientación a parejas que consideran la opción del divorcio. Desde luego, esta es una cuestión de índole privada, que solo puede ser decidida por las partes en juego. Yo aliento a las parejas que se ven en esta desdichada situación a recordar que, según la perspectiva budista, es imposible construir la felicidad personal a costa del sufrimiento de los demás, y les pido que tengan esto en cuenta al tomar su decisión. Estas circunstancias exigen una dolorosa reflexión y una buena cuota de paciencia. Pero es a lo largo de este proceso como uno puede fortalecer y disciplinar las funciones interiores de la conciencia, algo que Pascal comprendió muy bien. En última instancia, las personas involucradas en la crisis podrán minimizar la destrucción y la ruptura de las relaciones humanas que todo divorcio corre el riesgo de producir.

La sociedad contemporánea necesita con urgencia una espiritualidad de motivación interna, que fortalezca su autocontrol y su sentido de la autodisciplina. Estos valores alentarían un mayor respeto por la dignidad de la vida. Pero, además, ayudarían a restaurar y rejuvenecer cualidades tan jaqueadas como la amistad, la confianza y el amor, esenciales para forjar lazos gratificantes y significativos entre las personas, en un mundo donde las relaciones se tornan cada vez más endebles.

Mi deseo y mi convicción es que pronto veamos un renacimiento de la filosofía, en el sentido más amplio y socrático de la palabra. La época del soft power podrá dar su fruto más rico y genuino si se basa en una filosofía de esta naturaleza. En este «mundo sin fronteras», la filosofía de la motivación interna será uno de los requisitos esenciales para todo el que aspire a la ciudadanía mundial. Sé que los grandes abanderados del pensamiento norteamericano, como Emerson, Thoreau y Whitman, fueron, todos, ciudadanos del mundo.

Por último, quisiera compartir con ustedes esta estrofa del poema «Amistad», de Emerson, una de mis lecturas más asiduas durante mis años de juventud.

Oh, amigo, dijo mi pecho,
solo por ti el cielo se enarca,
por ti se encarna la rosa,
por ti adoptan todas las cosas
su forma más excelsa
y miran allende la Tierra,
y nuestra suerte, molino que gira,
se ve en tu valía como la senda del Sol.
También a mí me has enseñado,
con tu nobleza,
a dominar la desazón;
y por gracia de tu amistad,
¡cuánto más bellas se vuelven
las fuentes recónditas de mi vida…!(6)

(1) PASCAL, Blaise: Provincial Letters (Cartas provinciales), carta V, 20 de marzo de 1656. En Pascal, Great Books of the Western World (Pascal: Grandes obras de Occidente), edit. Robert Maynard Hutchins, Chicago: Encyclopedia Britannica, 1952, vol. 33, pág. 28.

(2) TOCQUEVILLE, Alexis de: Democracy in America (1835) (La democracia en los Estados Unidos), trad. ingl. Henry Reeve, Nueva York: Alfred A. Knopf, 1952, vol. 1, pág. 309.

(3) Ib., vol. 2, pág. 27.

(4) EMERSON, Ralph Waldo: The Complete Writings of Ralph Waldo Emerson (Obras completas), Nueva York: Wm. H. Wise & Co., 1930, vol. 1, pág. 41.

(5) TOCQUEVILLE, Alexis de: Op. cit., vol. 2, pág. 166.

(6) EMERSON, Ralph Waldo: Op. cit., vol. 2, pág. 912.

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