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Un nuevo humanismo para el siglo venidero (Fundación Rajiv Gandhi, India, 1997)

[IKEDA, Daisaku: Conferencia, Tokio, Seikyo Shimbun, 23 de octubre de 1997. Texto preparado por Daisaku Ikeda para la conferencia dictada en la Fundación Rajiv Gandhi, Nueva Delhi, India, el 21 de octubre de 1997.]

Me siento muy honrado de tener la oportunidad de disertar ante un público tan distinguido. Agradezco sinceramente la invitación que me extendió la Fundación Rajiv Gandhi, dedicada a preservar la memoria del respetado y fallecido Primer Ministro. Quiero agradecer especialmente a la presidenta del Instituto Rajiv Gandhi de Estudios Contemporáneos, Sonia Gandhi, a su vicepresidente, el doctor Abid Hussain, y a todos aquellos que con su apoyo y comprensión hicieron posible este encuentro.

Hace doce años, en 1985, tuve oportunidad de conocer al primer ministro Rajiv Gandhi en el Japón. El recuerdo de este brillante día otoñal se mantiene vívido en mi corazón.

La serena mirada que dirigía al siglo XXI acaso se refleje en estas palabras que pronunció en el Congreso de los Estados Unidos:

Soy joven, y también tengo sueños. Sueño con una India fuerte, independiente, capaz de sostenerse por sí misma y en la primera línea de las naciones del mundo, al servicio de la humanidad. (1)

A Rajiv Gandhi, hombre de ojos puestos en el futuro, no le gustaba lo obsoleto, lo antiguo, lo anquilosado. Esto no significa, desde luego, que se limitara a desdeñar lo que se queda atrás en la civilización material. La obsolescencia de la que aborrecía tenía, justamente, el sentido contrario.

Por supuesto, la tecnología ha experimentado un avance extraordinario. Me fue posible llegar a la India el mismo día en que partí del Japón, aun cuando ese mismo viaje, en el pasado, habría llevado meses o incluso años. El gran historiador Arnold Toynbee, con quien tuve el privilegio de dialogar, dijo que el rasgo característico de la era moderna era el de haber “aniquilado las distancias”. (2) En el transcurso de este siglo, el mundo se ha vuelto más “pequeño” y más “cercano”. Hoy, la tecnología de comunicaciones nos permite conectarnos con el mundo entero en forma instantánea.

A pesar de que esta clase de comunicación mejoró mucho, el siglo XX fue testigo de matanzas de seres humanos contra seres humanos en una medida nunca antes imaginada. En otras palabras, la distancia espiritual entre la gente, lejos de desaparecer, persistió incólume. La humanidad no ha sabido responder a la nueva realidad. Esto, más que ninguna otra cosa, era lo que Rajiv Gandhi encontraba “obsoleto” y “anticuado”.

Tenemos toda la capacidad y los recursos necesarios para eliminar la pobreza y el hambre de la Tierra. Pero insistimos en dilapidar inmensos recursos en la producción de armamentos nucleares y arsenales de exterminio masivo. Esta es una conducta obsoleta y anticuada.

La humanidad se encuentra en una fase de estancamiento. Confrontamos una realidad totalmente nueva con una actitud intransigente y antigua. En un mundo de cambios vertiginosos, todavía no hemos desarrollado nuevas formas de vivir y de pensar, nuevos modos de relacionarnos mutuamente, para atender las necesidades de esta época distinta. Este es el desafío fundamental que tiene nuestro mundo por delante. Podemos pensar que estamos frente a una demanda, a una exigencia de acción que nos plantea, desde la vanguardia, el siglo XXI. Nadie prestó tanta atención al clarín insistente del mañana como Rajiv Gandhi.

Hoy, mientras evoco el recuerdo invalorable de este Primer Ministro visionario, deseo compartir algunas reflexiones sobre el tema de un nuevo humanismo para el siglo venidero.

Desde la perspectiva del presente, el futuro se presenta oscurecido por la incertidumbre. Pero si damos un paso atrás y lo observamos con ojos macroscópicos, advertimos el surgimiento de tres países pivotales –la China, los Estados Unidos y la India—, que desempeñarán un papel central en el mundo del siglo XXI. Cabe compararse este orden con el diseño de las antiguas teteras de tres patas, que sólo quedaban apoyadas en forma estable cuando descansaban sobre sus tres sostenes.

Uno de los clásicos de la Literatura china es el Romance de los tres reinos, que describe el desafío de establecer la paz en medio de un conflicto que involucra a dos potencias. ¿Cómo lo consiguen? Creando un tercer país, que impone un equilibrio nuevo y pacífico. Si exploramos esta antigua lección, vemos que un mundo dominado por dos grandes potencias tenderá inevitablemente al conflicto, mientras que el surgimiento de un tercer polo permitirá abrir la rutas de un diálogo y un contacto continuos, capaz de impulsar el mundo entero hacia la paz. Esta clase de orden puede verse como un ideal o una visión centrado en la paz mundial. Y también puede despejar el camino hacia una federación global que garantice la paz en forma eficaz y detenga los conflictos.

En tal sentido, no puede negarse que el florecimiento y el desarrollo constante de la India entraña una importancia vital para la estabilidad del mundo. Por este motivo, tantas personas –inclúyaseme a mí— ven con inmensa expectativa el salto que la India está preparándose para dar hacia el siglo XXI, apoyada por una economía de mercado y por un avance en la tecnología. Existe una expectativa imponente hacia el “nuevo renacimiento indio”.

Al mismo tiempo, creo que el mensaje de no violencia encarnado por la India tiene una trascendencia única para toda la humanidad, tanto hoy como en el futuro. La India ya está mostrando la dirección en la cual debe avanzar el mundo.

Un pensador japonés describió el siglo XX como una centuria de remordimientos. En verdad, la humanidad emprendió este siglo a paso vivo, plena de convicción en la certeza del progreso. Lo que le aguardó, en realidad, fue una época de “megamuerte” impensada, de destrucción ambiental y de disparidad gigantesca y vergonzante entre “los pudientes” y “los necesitados”. ¿Qué fracasó?, cabe preguntarnos. ¿En qué recodo del camino acabamos perdiéndonos?

Cuando considero el panorama psíquico de la humanidad a fines de siglo, inevitablemente viene a mi pensamiento la figura de Asoka el Grande (c. 273 a.C.), el extraordinario monarca indio. Entre los incontables soberanos que ha conocido nuestro mundo, él se destaca como rey entre los reyes. Recuerdo las categóricas alabanzas que, sobre este líder y sus logros, vertían el profesor Toynbee y el conde Coudenhove-Kalergi, precursor de la unión paneuropea. También he tenido el placer de dialogar sobre este monarca con pensadores de la talla de André Malraux, Linus Pauling y Henry Kissinger.

Entre los edictos del rey Asoka, hay uno que expresa su profunda contrición y su arrepentimiento: “Este es un tema de profundo pesar y reproche...”. (3)

¿Qué le provocaba tantos remordimientos? ¿De qué tenía que lamentarse este rey tan poderoso, que logró unir todo el territorio de la India?

Como bien sabrán, lo que se reprochaba era la conquista de Kalinga, un estado vecino que avanzaba a paso raudo y surgía como potencia gracias a sus propios méritos, justo cuando Asoka lo invadió. Sus fuerzas lograron una victoria aplastante; la conquista, desde el punto de vista militar, fue un éxito rotundo. Pero el sufrimiento que produjo ese triunfo fue, también, sobrecogedor. El precio que hubo que pagar en vidas humanas y derramamiento de sangre fue, a todas luces, excesivo. Se dice que, en Kalinga, murieron cien mil militares y ciento cincuenta mil soldados quedaron prisioneros. Pero las bajas civiles fueron muchísimo mayores. Incontables filas de ciudadanos se vieron obligadas a abandonar sus tierras natales, lanzadas al eterno deambular de los refugiados.

Casi nos parece escuchar los gritos desgarradores que debieron de colmar la tierra, mientras las personas se veían irremediablemente separadas de sus seres queridos: padres que perdían a sus hijos, esposas que quedaban sin compañero, maestros alejados de sus alumnos, amigos en recíproco duelo…

Frente a ese retrato del infierno, el rey Asoka sintió la tortura de un remordimiento insoportable. ¿Cuál fue el propósito de esta conquista?, debió de haberse preguntado. ¿Para qué expandí el territorio bajo mi control? ¿Por qué causa ejercí semejante fuerza? ¿No es la felicidad el propósito de la existencia? ¿Acaso la vida no es preciosa e irreemplazable? ¿De qué sirve una guerra que provoca semejante devastación? ¿Por qué las personas debemos matarnos unas a otras?

Desde la inmensa distancia del tiempo, casi puedo escuchar el lamento vivo del alma de Asoka. Y, sin embargo, nuestro siglo ha visto repetirse hasta el cansancio la misma clase de tragedia que conmovió tan profundamente su corazón. Por este motivo, más que nada, debemos aprender las lecciones de la transformación interior que experimentó el rey Asoka.

Su remordimiento no fue un tibio reproche: se mortificaba todo el tiempo, sin tregua. Entonces, en un instante de claridad, vio que la victoria de la fuerza no es un triunfo auténtico. Lo que en verdad señala, en cambio, es nuestra derrota como seres humanos; por eso, es totalmente vacía y desprovista de virtud. Este gran Rey comprendió que la verdadera victoria pasa por la conquista a través del dharma, y no de la fuerza.

Permítanme decir que, cuando hablo de "fuerza", no me refiero sólo al poder militar, sino también al peso de la superioridad económica.

Claro está, la palabra dharma tiene muchos significados; entre ellos, verdad, justicia y virtud. El sabio y poeta Rabindranath Tagore decía que dharma era la palabra más cercana al verdadero sentido de la “civilización”. Para referirse al sentido primigenio de la civilización, el Mahatma Gandhi, padre de la independencia de la India, utilizaba el término sudharo, perteneciente a la lengua gujarati, que significa “buena conducta”. Sobre la base de estas perspectivas, quisiera ofrecer mi propia visión: la mejor forma de pensar el dharma es como la genuina civilización, como el camino del verdadero humanismo.

El cambio revolucionario que se produjo en el corazón de Asoka el Grande transformó el retumbar de los tambores de guerra en una sinfonía de humanismo basada en el dharma. La consigna central de mi propia vida es ésta: una profunda revolución interior en un solo individuo puede cambiar el destino de una sociedad entera e, incluso, de toda la humanidad. El rey Asoka es, sin duda alguna, ejemplo vivo de este principio.

Asoka no fue un soñador, sino un hombre de acción. Creo que hay una contradicción implícita en el término “humanismo pasivo”. El gran Rey puso en marcha una experiencia sin precedentes, basada en una filosofía totalmente nueva y de una visión inédita.

Sus políticas se centraron en el bienestar de la ciudadanía. Mediante ellas, buscó implementar el espíritu de atesorar la vida por sobre todas las cosas y de acordarle el valor supremo. Construyó establecimientos sanitarios y dio tratamiento médico no sólo a los súbditos de su reino, sino también a los animales. Promovió el cultivo de hierbas medicinales y la plantación de árboles a la vera de los caminos, para preservar y proteger el ambiente natural. Alentó la construcción de fuentes de agua para consumo de la población y de albergues para que descansaran los viajeros.

Creó el Ministerio de Asuntos de la Mujer, para responder a las necesidades y pedidos específicos de la población femenina. Aunque, personalmente, fue devoto practicante del budismo, jamás negó los valores espirituales de las demás religiones y las respetó en forma constante. Su reinado fue un ejemplo, muy infrecuente en la Antigüedad, de garantía a la libertad de culto.

Para sostener semejantes políticas humanistas, hace falta una base económica muy sólida. Con dicho fin, Asoka mejoró la red de transportes y expandió el comercio con lo que hoy es Grecia y el Medio Oriente. Al mismo tiempo, se empeñó en reducir la disparidad económica a través de implementar una ética económica de distribución equitativa, postulada por el buda Gautama.

Dado que había adquirido la sabiduría necesaria para discernir los fines correctos a los que debe consagrarse el poder, Asoka actuaba sin ninguna duda o vacilación.

Adoptó medidas positivas para promover el intercambio cultural con otros países. Siguió una política de diplomacia pacífica y envió delegados de paz a Siria, Egipto y Macedonia. Se dice que, en cada uno de los países que ellos visitaban, podían trascender las diferencias de idioma y de costumbres gracias a su postura benevolente y su conducta abierta. Un intelectual definió sus actividades como las “fuerzas de paz de la Antigüedad”.

A través de estos y de otros actos, el humanismo del gran Rey unió a los pueblos del mundo bajo un orden de amistad y de mutuo entendimiento. Sus logros no tienen parangón en los anales de toda la historia.

Las actividades de Rajiv Gandhi, el primer dignatario indio que visitó la China en treinta y cuatro años y que buscó construir la amistad con Pakistán, son un ejemplo igualmente célebre de inspirada diplomacia pacifista.

En varias ocasiones, tuve el placer de dialogar con Mijaíl Gorbachov, ex presidente de la Unión Soviética; en vista del resultado alentador, decidimos publicar juntos un libro con la compilación de esos encuentros. El presidente Gorbachov me confió sus sentimientos con respecto a la “Declaración de Delhi”, que él y Rajiv Gandhi firmaron en noviembre de 1986, para delinear principios sobre un mundo libre de violencia y de armas nucleares.

Recordó la oposición incondicional al terrorismo que ambos expresaron, en la conferencia de prensa posterior a la Declaración, y dijo considerar a Rajiv un excelente y querido amigo. También manifestó su respeto por la India y por su pueblo, capaz de sentir una intensa solidaridad hacia el sufrimiento de los demás y una aspiración ardiente en pos de la paz, la libertad y la justicia.

En mi opinión, el rey Asoka, el Mahatma Gandhi, Jawaharlal Nehru y Rajiv Gandhi han sido, todos, líderes empeñados en implementar dicha aspiración, dicha ansia de paz, libertad y justicia, en medio de una compleja realidad circundante. Pero nunca transigieron en sus ideales de no violencia, con tal de acomodarse a los dictados de la realidad. En cambio, su acción se basó en la conciencia de que nada se resuelve por medios violentos; todos ellos supieron que la violencia sólo agrava un problema y lo torna más difícil de resolver. Sus gestiones se basaron en comprender que la no violencia resulta, en esencia, la política más realista.

En la sociedad humana, lo que ejerce la fuerza más profunda, en el largo plazo, siempre termina siendo el poder del humanismo. Es natural que así sea.

Pero, así y todo, ¿en qué consiste el humanismo? ¿Cómo podemos llegar a una comprensión más clara y útil de este concepto vitalmente importante?

La evolución del humanismo se puede analizar desde diversos ángulos. Primero, me gustaría notar la tradición de humanismo individualista que se desarrolló en Occidente, con la aparición del Renacimiento y de la Reforma protestante, y que se erigió como base ética de la sociedad civil en la época moderna. En la última mitad del siglo XIX, a medida que se hicieron más evidentes las contradicciones y los límites de esta forma de humanismo, surgió entonces el experimento del socialismo humanista.

Si bien estas distintas formas de humanismo lograron liberar a la humanidad de su sumisión medieval a lo Absoluto, también acabaron por ponerla en la trampa de su propio egotismo, que el budismo denomina “yo inferior”. La humanidad quedó subordinada a los dictados del deseo y de la gratificación. Los males que de ello derivan no son otros que los complejos problemas actuales del hombre, ya mencionados: el debilitamiento de los lazos sociales y comunitarios, la contaminación ambiental, la creciente brecha entre ricos y pobres… La profundidad de la crisis que hoy afecta al mundo, en la época “posideológica”, queda simbolizada por la aparición de varias formas de fundamentalismo.

Entonces, ¿dónde hallar la energía motivadora y la inspiración necesarias para superar el estancamiento actual? ¿Cómo podemos emprender, con júbilo y convicción, la tarea de construir una civilización global pacífica?

A modo de respuesta, quisiera proponer un nuevo humanismo, firmemente arraigado en una cosmología correcta y benevolente, como medio apto para trascender las limitaciones actuales del humanismo y mostrar la salida del atolladero que estamos viviendo. La razón en que me baso es la siguiente: las ideologías, que en una u otra forma han constituido la raíz del humanismo moderno, tienden a acentuar el dualismo y el conflicto; producen discriminación y rechazo del otro. En cambio, las cosmologías buscan incluir y abarcar al otro; la tolerancia resulta ser un valor inherente a la visión cosmológica.

El humanismo basado en el dharma, que dio sustento al reinado de Asoka, es un excelente ejemplo de cosmología amplia y universal. Queda expresado, sucintamente, en los principios fundamentales de su gestión monárquica: 1) no suprimir la vida; 2) ejercer el respeto mutuo.

Aunque tal vez sea pertinente analizar el principio de no suprimir la vida en relación con otras formas de vida no humana, por el momento quisiera afirmar la postura minimalista de que los seres humanos en ninguna circunstancia deben matar a otros seres humanos. Esto, creo yo, debería constituir el preámbulo de cualquier constitución que la humanidad decidiera adoptar en el siglo XXI.

La historia está teñida, hasta la saturación, en sangre derramada por supuestas “causas justas”. La Revolución Francesa, por dar un ejemplo, es un proceso que gestó el desarrollo de la tradición humanista moderna. Pero ¿cuántas personas inocentes perdieron la vida ajusticiadas en la guillotina? Del mismo modo, en los estadios experimentales del socialismo humanista, quedó desvirtuado su propósito original, por lo cual terminaron muriendo decenas de millones de ciudadanos. Este es uno de los hechos históricos incuestionables de nuestro siglo.

Este sufrimiento no debe volver a repetirse jamás. Así que la primera cláusula del nuevo humanismo deberá ser la prohibición absoluta de suprimir la vida humana. Por mucho que se la adorne o disfrace de razones o de lógica, la "justicia" acompañada de violencia es vacía y falsa. Como declaró Rabindranath Tagore durante toda su vida, el dios que exige sacrificios humanos no es más que un falso dios.

¿Cuáles son, entonces, las debilidades profundas de los diversos humanismos que han imperado hasta hoy?

Aunque éste no es el momento ni el lugar de intentar un análisis exhaustivo y riguroso, de todas formas quisiera señalar que la falla fundamental del humanismo actual ha sido no poder creer totalmente en el hombre ni depositar plena confianza en él.

Aquí se comprende la importancia de la segunda política de Asoka: el respeto mutuo. Cuando la falta de confianza en la humanidad se dirige hacia uno mismo, lo que se siente es impotencia. Cuando se dirige hacia los demás, lo que se produce es el rechazo al diálogo y, en última instancia, la violencia. La desconfianza engendra desconfianza. El odio alimenta más odio aún. ¿Cómo se puede romper este círculo vicioso y mortal? Aquí creo necesario postular lo que podríamos definir como un humanismo “holístico” o hasta cosmológico, que considere la vida de un individuo como una entidad capaz de salir al encuentro del cosmos entero y de abarcarlo dentro de sí, y, por ello, digna de la más profunda veneración.

En la India, esta idea floreció de formas diversas, a lo largo de los milenios, desde los sabios de los Upanishads, hasta las enseñanzas del buda Gautama. El Sutra del loto, que representa el pináculo de las enseñanzas de este último, constituye la cristalización suprema de esta filosofía, porque enseña a los hombres a abandonar su apego a las diferencias y los urge a tomar conciencia de la “gran Tierra de la vida” que nos sostiene a todos. Cuando nos erigimos sobre ese suelo compartido, las diferencias dejan de ser causa de conflictos, sino aspectos que enriquecen nuestras experiencias vitales. El capítulo “La parábola de las hierbas medicinales”, del Sutra del loto, nos ofrece el ejemplo de muchas clases de árboles y arbustos que son nutridos por la misma lluvia y crecen exuberantes y frondosos, con raíz en una misma tierra.

Sin embargo, no basta con postular un nuevo humanismo o con debatir en términos abstractos las posibilidades de un humanismo de base cosmológica. Tenemos que descubrir los medios que nos permitan concretar el respeto universal hacia la dignidad de la vida.

Uno de los soportes más importantes de esta tarea es, para mí, la educación. Sin la influencia superadora de la educación, las firmes creencias políticas o religiosas pueden sucumbir rápidamente a los peligros del dogmatismo y del fanatismo.

La tendencia de la época apunta claramente a dejar los asuntos religiosos librados al arbitrio de cada individuo. Justamente por este motivo, la educación debe contribuir a que el sentimiento religioso no se torne fanático ni intolerante y a que esté siempre dirigido hacia frutos pacíficos y valiosos. Después de todo, fueron la educación y el intelecto lo que dieron a la profunda religiosidad de Tagore un atractivo universal, asequible a los pueblos del mundo occidental. Pero él no se detuvo en su propia educación; fundó una universidad y, a lo largo de toda su vida, se consagró a la causa del desarrollo humano.

La educación nos vuelve libres. En el mundo del conocimiento y del intelecto, todos los seres pueden reunirse y dialogar. La educación libera al hombre de los prejuicios y a su corazón, de las pasiones violentas. La educación corta los negros grilletes de la ignorancia que no nos deja ver las leyes rectoras del universo.

Por último, mediante la educación nos libramos de la impotencia, de la gravosa desconfianza dirigida hacia nosotros mismos. Despertar las capacidades innatas que llevamos dormidas; activar y extender la aspiración del alma a ser completa y plena. ¿Puede haber algo más sublime en la vida?

El individuo liberado de la duda en sí mismo, que ha aprendido a confiar en sus propios recursos interiores, naturalmente puede creer en la capacidad de los demás. Uno puede mirar más allá de las apariencias transitorias del otro para percibir el tesoro espléndido que lleva oculto dentro de sí.

La educación nos permite mirar más allá de las diferencias superficiales y percibir la gran tierra, el gran mar de la vida que nos sostiene a todos. Tales son los dones que nos brinda la educación.

En la contienda que libró el buda Gautama puede verse, si se quiere, una naturaleza básicamente educativa. El Sutra del loto contiene la frase “abrir, mostrar, hacer tomar conciencia y permitir ingresar”. Entonces, el propósito esencial del Budismo consiste en mostrarle y abrirle al ser humano los infinitos planos de sabiduría que ya tiene en su interior, hacerle tomar conciencia de ellos y permitirle ingresar en ese mundo inherente. Esto concuerda perfectamente con los métodos y los objetivos de la educación. En tal sentido, el Budismo es un desafío orientado hacia la educación del hombre. Y, a la inversa, para que la educación adquiera su verdadero valor, debe verse sustentada en una espiritualidad que nos permita otorgar a los demás nuestra confianza y nuestra fe.

Lo que hoy más necesita el mundo es una educación que fomente el amor a la humanidad, que cultive la personalidad, que brinde una base intelectual para el logro de la paz y que faculte a los educandos a contribuir a la sociedad y a mejorar el mundo en que viven.

Las raíces de la Soka Gakkai Internacional (SGI) se remontan a la Soka Kyoiku Gakkai (Sociedad pedagógica para la creación de valor), fundada en el Japón en 1930. Sus dos primeros presidentes, Tsunesaburo Makiguchi y Josei Toda, fueron educadores. Movidos por la certeza de que la educación tiene como objetivo la felicidad duradera de los alumnos, buscaron comprender el verdadero contenido de la felicidad. Esta búsqueda fue la que, en su momento, los guió hasta la filosofía del Budismo, que esclarece las funciones de la vida y la forma en que el hombre experimenta sufrimiento y felicidad.

Al mismo tiempo que el Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru libraban una contienda contra el colonialismo, Toda y Makiguchi luchaban contra los males del militarismo japonés. Su resistencia les valió el encarcelamiento y, en última instancia, determinó la muerte del maestro Makiguchi tras las rejas, a los setenta y tres años.

En los confines de su celda solitaria, guiado por las enseñanzas del Sutra del Loto y de otras escrituras, Toda superó el dolor indescriptible que le había producido la pérdida de su amado maestro y descubrió la base de un humanismo cósmico dentro de su propia vida.

Conocí a Josei Toda poco después de que concluyera la guerra. Curiosamente, el día de nuestro primer encuentro fue un 14 de agosto de 1947, víspera de la independencia india. Estuvimos frente a frente por primera vez el día en que Jawaharlal Nehru pidió a la Asamblea Constituyente que concretara el sueño gandhiano de “eliminar hasta la última lágrima de cada ojo”. (4)

Si la fe religiosa no se ve apoyada y atemperada por la sabiduría de la educación, corre siempre el peligro de enceguecerse y de perder el rumbo. Por otro lado, cuando los valores espirituales de la religión son iluminados por la luz de la sabiduría que enciende la educación, logran esplender con brillo mucho mayor.

De tal suerte, me resulta muy natural y hasta inevitable que los dos primeros presidentes de la Soka Gakkai hayan arribado a la práctica del Budismo como punto final de su lucha por encontrar el sentido y el propósito esenciales de la educación, y que hayan encarado esa práctica en bien del pueblo y entre las filas de la gente común.

En cierto sentido, nuestro movimiento ha cerrado un círculo completo, ya que hoy busca promover una solidaridad universal en torno a la educación, la paz y la cultura, junto a los pueblos del mundo, basado en los principios humanísticos del Budismo.

Durante un breve período, en 1974, visité la Unión Soviética y la República Popular China, país al que viajé dos veces en ese año. En aquella época, las relaciones entre ambos estados eran tensas en extremo; con la voz de un ciudadano preocupado [sin responder a los intereses de ningún país o sector], insté a los líderes de ambas naciones a que trabajaran para mejorar sus vínculos.

Cuando me disponía a viajar a la Unión Soviética, en especial, fui objeto de innumerables críticas; muchos cuestionaron mis motivaciones a la hora de visitar un país cuya ideología negaba, esencialmente, la religión. En ese momento, respondí simplemente que iba a ese lugar porque allí había seres humanos, porque la Unión Soviética era la tierra que albergaba a mis semejantes.

El año pasado, después de viajar por los Estados Unidos, pasé por Cuba, donde pude construir una sólida relación de confianza y de amistad con su presidente Fidel Castro.

Estoy convencido de que el ser humano puede remontar hasta las barreras erigidas por la desconfianza y la tensión, si puede situarse en la perspectiva más amplia de la pertenencia a un mismo género humano.

Cuando analizo esta cuestión, siento vibrar la observación valiente y clara del fallecido Rajiv Gandhi:

La contribución más grande que ha hecho la India a la civilización mundial es demostrar que no existe ninguna antítesis entre la diversidad y el concepto de nación. A lo largo de cinco mil años de experiencia, hemos demostrado al mundo que nuestra unión a partir de la diversidad es una realidad exultante. (5)

La tarea que enfrenta nuestro planeta, en vísperas del siglo XXI, es concretar la unión en un marco de diversidad. Hoy, más que nunca, es imperioso que la humanidad aprenda, con atenta humildad, de la sabiduría y la experiencia invalorable de la India.

Este año, la India celebra el quincuagésimo aniversario de su independencia; es el primer país de la historia que nació de la no violencia. En tal sentido, la India es, al mismo tiempo, el estado más antiguo del mundo y el más nuevo, que se erige orgulloso a la vanguardia del progreso humano. El grandioso experimento que representa la India no ha quedado restringido dentro de sus propias fronteras, sino que inspira a los pueblos de todo el mundo. Ejemplos de ello son la lucha de Martin Luther King (h) contra el racismo y la discriminación, y la revolución no violenta que vivió Europa Oriental en 1989.

Un antiguo aforismo dice que la corriente es más larga, cuanto más profunda es la vertiente. Si queremos ver el cauce enérgico de un gran río de paz en el futuro infinito, tenemos que excavar en los manantiales más hondos del espíritu humano. Si deseamos una paz inquebrantable, debemos construir cimientos inamovibles.

A partir del ejemplo de Asoka el Grande, he querido describir el mensaje de paz que, confío, la India seguirá transmitiendo al mundo en los siglos XXI y XXII.

Habrá quienes digan que mi enfoque peca de excesivo optimismo. Pero yo jamás, bajo ninguna circunstancia, abandonaré mi fe en la humanidad. Mi fe incuestionable está puesta en la grandeza interior del hombre.

Cuando Rajiv Gandhi y yo nos reunimos en Tokio, coincidimos en una misma determinación: eliminar las barreras del corazón que separan a las personas. Cuando esos muros se desploman, vemos ante nosotros la inmensa vastedad de la vida. Sobre esa gran tierra de simbiosis, fluyen los anchos ríos de la paz, se abren los floridos jardines de la cultura, y se extienden, hacia el firmamento, los frondosos árboles de la educación. En ese momento, el Primer Ministro y yo vimos que, en nuestro corazón, resonaba la misma melodía de paz, y sentimos un vínculo capaz de superar, sin restricciones, cualquier diferencia superficial.

Rajiv Gandhi avanzó sin temores, hacia la concreción de su sueño. Se lanzó a luchar en medio de sus compatriotas y hasta se ofrendó a sí mismo, en bien de ese ideal; todo lo dio, por la causa del humanismo. Su ejemplo sigue resplandeciendo con intensidad, en este mismo instante. El camino por el cual debe avanzar la humanidad en el siglo venidero está iluminado por la magnífica epopeya de su vida y de su muerte.

La Fundación Rajiv Gandhi, heredera de esta visión, continúa avanzando en pos de su noble sueño. Deseo asegurarles que, en su marcha, están acompañados no sólo por las personas de buena voluntad de la India, sino del mundo entero.

Para concluir, quiero citar unos versos de los “Poemas finales” de Rabindranath Tagore, que tanto amé desde mis años de juventud. Siento que estas estrofas consiguen dar perfecta expresión a mis sentimientos: ¡Humanidad! ¡Sigue el ejemplo de Rajiv! ¡Allí encontrarás la paz!

¡Por fin llega el Hombre Supremo,
el Hombre que lleva consigo
el mismísimo corazón de Dios!
El mundo se estremece de asombro,
trémula la hierba.
Las caracolas truenan en el cielo,
y en la tierra, el tambor de la victoria.
¡Ha llegado el sacro instante
que nos trae el Gran Alumbramiento!
Han caído los portales custodios
de la noche sin luna;
¡trinan las colinas del alba
con la consigna de "no temer"
y prenuncian la aurora de la vida nueva!
El cielo retumba con el estruendo
del cantar de la victoria:
“¡El Hombre ha llegado!”. (6)

(1) GANDHI, Rajiv: “Friends in Human Causes (Los amigos de las causas humanas)”, Selected Speeches and Writings (Escritos y discursos selectos), Nueva Delhi, División de Publicaciones del Ministerio de Información y Difusión, Gobierno de la India, 1987-1991, vol. 1, pág. 335.

(2) TOYNBEE, Arnold J.: A Study of History (Estudio de la Historia), Londres, Editorial de la Universidad de Oxford, 1954-1961, vol. 12, pág. 109.

(3) The Edicts of Asoka (Edictos de Ashoka), Rock Edict XIII (Edicto litografiado No 13), Nueva Delhi, Munshiram Manoharlal Publishers Pvt. Ltd., 1992, págs. 18-19.

(4) NEHRU, Jawaharlal: Selected Works of Jawaharlal Nehru (Obras selectas), 2a. serie, Nueva Delhi, Jawaharlal Nehru Memorial Fund, 1984-1994, vol. 3, pág. 136.

(5) GANDHI, Rajiv: “Secular India Alone Can Survive (Sólo puede sobrevivir una India secular)”, Selected Speeches and Writings (Escritos y discursos selectos), vol. 5, pág. 32.

(6) TAGORE, Rabindranath: Wing of Death (Las alas de la muerte), Londres, John Murray, 1960, pág. 88.

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