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La creación de valor en tiempos de crisis (2021)

Daisaku Ikeda
Presidente de la Soka Gakkai Internacional

26 de enero de 2021

El mundo actual afronta una compleja simultaneidad de crisis perentorias, sin precedentes en la historia de la humanidad. Además de la incidencia de fenómenos meteorológicos extremos, que se agudizan año tras año a tono con el agravamiento del cambio climático, la pandemia del nuevo coronavirus amenaza la estabilidad social y económica en todo el orbe.

Uso aquí el término «sin precedentes» no solo en referencia a los niveles superpuestos en que se multiplican e interrelacionan las crisis actuales. La humanidad se ha visto ante dificultades de toda índole en el curso de su larga historia; no obstante, nunca había sucedido que una calamidad afectara tan gravemente al mundo entero en forma simultánea, poniendo bajo amenaza la vida, los medios de subsistencia y la dignidad de los pueblos de cada continente y arrojándolos a una imperiosa demanda de asistencia.

Hasta el 25 de enero de 2021, el número de personas diagnosticadas con COVID-19 sobrepasaba los 99 millones, con un registro de fallecidos que, en esa fecha, ascendía a 2 120 000.[1]

En poco más de un año, el saldo de muertes causadas por esta enfermedad ya ha superado con creces el número total de vidas que han cobrado los desastres naturales de mayor magnitud en los últimos veinte años.[2] Es difícil imaginar el dolor de quienes han perdido a sus seres queridos de esta manera repentina e inesperada; la congoja se agrava al pensar en que muchas de las víctimas no han podido siquiera pasar sus últimos momentos acompañadas de sus familiares, a causa de las restricciones dispuestas para frenar la propagación del virus. Además de la intensidad de estas pérdidas, que no han podido cerrarse con un proceso de duelo normal, el cese de las actividades económicas ha provocado picos de bancarrotas y de desempleo que han empujado a una gran cantidad de personas a la pobreza y a diversos estados de privación.

Así y todo, pese a las oscuras nubes que aún se ciernen sobre el mundo, la crisis no ha conseguido frenar el trabajo colectivo para promover una sociedad global comprometida con la paz y con los valores humanos. Hemos visto alentadores ejemplos de progreso; entre ellos, la entrada en vigor del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN), el pasado 22 de enero; la ratificación universal del convenio que prohíbe las peores formas del trabajo infantil, rubricado por los 187 países miembros de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y la erradicación de la poliomielitis en África.

Cada uno de estos avances representa un enorme valor de cara al 2030, plazo que la humanidad se ha trazado para cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) propuestos por las Naciones Unidas (ONU). Estos éxitos, por otro lado, testimonian con elocuencia la ilimitada capacidad humana de superar obstáculos y de escribir una nueva historia, como ha quedado de manifiesto en relación con el TPAN, que el pasado 24 de octubre —Día de las Naciones Unidas— alcanzó los requisitos necesarios para entrar en vigencia. Dicho instrumento jurídico marca un claro trayecto para alcanzar el objetivo largamente anhelado de abolir las armas nucleares, propósito que ya había sido incluido en la primera resolución aprobada por las Naciones Unidas en 1946, un año después de su fundación, y que hasta ahora se hallaba pendiente.

En septiembre de 1957, mientras arreciaba la carrera armamentista nuclear en el marco de la Guerra Fría, Josei Toda (1900-1958) —el segundo presidente de la Soka Gakkai— dio a conocer un alegato reclamando la abolición de estos arsenales. Nuestra entidad, inspirada en esta proclama, ha trabajado por la prohibición integral de las armas nucleares y por hacer de ello una norma rectora de las relaciones internacionales. Con este fin, la Soka Gakkai Internacional (SGI) ha colaborado de manera activa con instituciones como la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN, por sus siglas en inglés). En vista de esta trayectoria, la entrada en vigor del TPAN es para nosotros un inocultable motivo de beneplácito.

En estos momentos, en que la evolución de la pandemia sigue manteniendo en vilo a la humanidad, quisiera explorar algunos de los enfoques que considero necesarios para superar el complejo panorama actual y ofrecer diversas propuestas que impulsen con firmeza la creación de una sociedad global comprometida con la paz y con los valores humanos en el siglo xxi.

La determinación de no dejar atrás a quienes sufren en situaciones de crisis

El primer eje temático en el que quiero centrarme es la determinación de no dejar atrás a las personas que más padecen las consecuencias de este infortunio y se debaten en condiciones de aislamiento y desamparo, a medida que se naturaliza nuestra conciencia de la crisis.

Desde el 11 de marzo del año pasado, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el estado de pandemia para la enfermedad causada por el coronavirus, la cantidad de contagios y de muertes se ha convertido en una información habitual en las noticias diarias. Para reflexionar sobre el significado real de estos números, que se actualizan día a día en una curva de infección aparentemente imparable, creo que haríamos bien en recordar las palabras de la canciller Angela Merkel en su discurso al pueblo alemán una semana después del anuncio de la OMS:

No son cifras abstractas en una estadística, sino un padre o un abuelo, una pareja. Son personas. Y nosotros somos una comunidad en la que cada vida y cada persona cuentan.[3]

Ante toda emergencia o desastre de gran magnitud, necesitamos recordar este enfoque y no perderlo de vista. Pero esto se torna mucho más imperativo hoy, cuando confrontamos una pandemia que sigue manteniendo en jaque al mundo entero, a medida que nuestra conciencia naturaliza la crisis a diario.

En su práctica budista cotidiana, los miembros de la SGI de cada país no han cesado de orar con profunda sinceridad por la pronta erradicación de la COVID-19, así como por el reposo de los que han fallecido durante la pandemia. Desde luego, además se han tomado estrictas medidas de prevención en la forma de llevar a cabo nuestras actividades, para evitar una mayor transmisión del virus.

Desde septiembre del año pasado, el Instituto Soka Amazonia, cuya fundación he promovido, ha venido plantando un árbol en memoria de cada víctima de la COVID-19 en el Brasil, en el marco de su proyecto «Memorial da Vida» (Recordación de la Vida).[4] Esta iniciativa se propone, con cada retoño plantado, honrar y reconocer a las personas con quienes se ha compartido la existencia en ese gran país; es decir, perpetuar su memoria, a la par de contribuir a la reforestación y el resguardo de la integridad ecológica en la región amazónica.

La sociedad humana ha observado, en todas las épocas, la práctica de despedir colectivamente a los difuntos y de rendir tributo a su legado a través de acciones dignas. En momentos como los actuales, sujetos a restricciones que nos impiden reunirnos para homenajear o despedir a los fallecidos, es más importante que nunca tener presente el valor de cada individuo y no permitir que la vida se reduzca a un mero dato estadístico.

A medida que la crisis se torna una presencia constante en el marco de la vida cotidiana y que cada individuo establece rutinas personales para protegerse del virus, también nos exponemos a perder registro de las consecuencias que impone la pandemia a los sectores más vulnerables de la sociedad.

En su afán de contener la situación, los países han priorizado el fortalecimiento de sus sistemas de salud y de atención primaria, además de implementar una serie de medidas que suelen describirse, en conjunto, como la «nueva normalidad». Estas disposiciones abarcan desde el distanciamiento social —la distancia mínima de seguridad que deben observar las personas para minimizar el contagio— hasta el dictado de clases virtuales o el teletrabajo, así como la recomendación de permanecer el mayor tiempo posible en los hogares. En conjunto, han contribuido a limitar la rápida propagación del coronavirus y a reducir la sobrecarga de los sistemas hospitalarios.

En cierto sentido, el hecho de que más personas se hayan lanzado a explorar respuestas y a buscar innovaciones para contener el contagio masivo sugiere un potencial mucho más amplio que la simple prevención de riesgos. Estas respuestas no solo contribuyen directamente a proteger la vida de los familiares y allegados directos: la reiteración cotidiana de prácticas de cuidado —pequeñas en apariencia— evidencian una postura solidaria hacia la enorme cantidad de personas anónimas con las cuales compartimos el colectivo social.

Al mismo tiempo, debemos atender las necesidades de quienes, vulnerables de por sí, ya se hallaban expuestos a la desigualdad y a la discriminación, o dependían de la ayuda de contactos sociales y de redes de apoyo para poder vivir en forma digna. Estos, por tal razón, han resultado ser los más perjudicados por la pandemia. Por dar un ejemplo, reducir en estos momentos la asistencia a la población que requiere cuidados permanentes compromete de manera grave y directa sus posibilidades de subsistir. Asimismo, la pandemia ha privado a estas personas de los valiosos momentos que compartían con sus redes comunitarias, deteriorando un aspecto vital de su dignidad. En este contexto, que nos lleva a pasar cada vez más tiempo de nuestra vida conectados a internet —no solo para trabajar y estudiar sino, incluso, hasta para hacer las compras—, corremos el grave riesgo de olvidar a los que, por razones económicas o de otro tipo, no dominan las tecnologías o no tienen acceso suficiente a la conectividad.

Además, el confinamiento creciente de la población ha incrementado los casos de violencia de género en los hogares. Muchas de las mujeres víctimas de estos abusos no pueden solicitar ni recibir ayuda de los organismos gubernamentales o sociales de protección, debido a la presencia continua de los perpetradores (parejas o cónyuges) dentro de la vivienda.[5]

Mientras que las medidas de contención sanitaria van echando raíces en la sociedad y aprendemos a lidiar con la crisis del coronavirus, es fundamental mantener el compromiso activo de proteger a la enorme cantidad de personas anónimas cuyas penurias tendemos a pasar por alto. Como requisito para reconstruir nuestras sociedades, se nos impone el deber prioritario de aliviar el sufrimiento y la sensación asfixiante de peligro que experimentan estos sectores de la población.

La OMS ha recomendado utilizar el término «distanciamiento físico», en lugar de «distanciamiento social», para no abonar la idea de que se deben limitar los vínculos con los demás, con el consiguiente riesgo de acentuar el aislamiento y las divisiones en la sociedad.[6] Aun cuando el mundo haya entrado en un largo túnel cuya salida aún no se vislumbra claramente, y aunque no podamos percibir de manera cabal las circunstancias que experimentan los otros, de ninguna manera debemos perder el rumbo orientador: recordar que todos compartimos la existencia como miembros de una misma comunidad humana.

En este punto, quisiera citar algunas ideas vertidas por el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres. Cuando, el pasado mes de julio, en un seminario virtual titulado «Enfrentando el COVID-19», se le preguntó qué significaba para él la «nueva normalidad», se negó a calificar el panorama actual en esos términos. En cambio, destacó que se trataba de una «anormalidad».[7] En efecto, a pesar de que millones de personas se ven arrojadas a un estado ineludible de emergencia a causa de la pandemia, es importante recordar que son situaciones intrínsecamente anómalas para la humanidad.

En otra oportunidad, el titular de la ONU observó:

Se habla mucho de la necesidad de una «nueva normalidad» después de la crisis. Pero no olvidemos que, antes del COVID-19, el mundo estaba lejos de ser normal. El aumento de las desigualdades, la discriminación sistemática de género, la falta de oportunidades para la juventud, el estancamiento de los salarios, el cambio climático fuera de control… Nada de eso era «normal».[8]

Adhiero a ambos señalamientos. Si permitimos que estas distorsiones y desigualdades globales continúen sin freno, inevitablemente conducirán a la exclusión de más y más personas, en cuyo caso será mucho más difícil vislumbrar el mundo «pospandemia» al que aspiramos.

Aunque es cierto que el coronavirus representa una amenaza para todos los países, no se debe ignorar que la gravedad de sus consecuencias difiere enormemente según las circunstancias particulares. Por ejemplo, alrededor del 40 % de la población mundial vive en condiciones que no permiten el lavado frecuente de las manos con jabón, que es el método primario para evitar la infección viral. Esto significa que hay unos 3000 millones de personas privadas de un medio básico para proteger su vida y la de sus seres cercanos.[9]

Asimismo, muchos de los 80 millones de desplazados forzosos que han debido abandonar sus hogares por conflictos armados o por persecución no tienen más remedio que vivir hacinados con otros en campos de refugiados. De más está decir que el distanciamiento físico se torna imposible en estas condiciones, y que estas personas deben sumar a su odisea el riesgo de contagiarse ante un brote de coronavirus.

La crisis que hoy enfrenta el mundo es compleja y se compone de múltiples amenazas superpuestas; esto dificulta la necesaria tarea de identificar las relaciones que hay entre ellas para poder responder al problema. Sin desconocer esta realidad, me inclino a pensar que, en nuestro esfuerzo por desarrollar respuestas integrales, siempre debemos dirigir nuestra atención, ante todo, al sufrimiento de las muchas personas cuya vida se ve directamente afectada.

En este sentido, podría ser útil traer a colación la siguiente perspectiva budista. En la parábola de la flecha envenenada, Shakyamuni relata la historia de un hombre que ha sido herido por una saeta ponzoñosa. Antes de que se la extraigan, insiste en saber quién ha hecho el arco y la flecha, cómo se llama y a qué clan pertenece la persona que le ha disparado. Se niega a permitir otras medidas salvadoras hasta no obtener primero respuesta a sus preguntas. Shakyamuni dice que alguien en esta circunstancia terminaría muriendo, por no quitar de su cuerpo la saeta que está liberando el tóxico letal. Con esta parábola, alienta a sus discípulos a no extraviarse en disquisiciones teóricas y en análisis extemporáneos, y a no apartar el foco de las cuestiones reales que afectan la vida de los seres.

El reconocido historiador de las religiones del siglo xx Mircea Eliade (1907-1986) puso de relieve esta parábola y observó con agudeza que las enseñanzas de Shakyamuni no se habían orientado a construir un sistema filosófico estructurado. Eliade concebía las doctrinas de Shakyamuni como una suerte de tratamiento médico dirigido a curar las aflicciones humanas.[10] En efecto, el Buda vivió absolutamente dedicado a extraer esa flecha emponzoñada de la vida de sus semejantes; en otras palabras, a eliminar las causas subyacentes del sufrimiento humano. El origen de lo que hoy conocemos como el budismo fue esta ardiente preocupación de Shakyamuni, expresada en diferentes contextos y oportunidades.

Nichiren (1222-1282), quien expuso y difundió las enseñanzas del budismo en el Japón del siglo xiii basado en el Sutra del loto —quintaesencia del pensamiento de Shakyamuni—, dijo que el poder de las palabras de este último era como el efecto de «agregar aceite a una lámpara u ofrecer un bastón a una persona anciana».[11] Dicho de otro modo, Shakyamuni no desplegaba poderes sobrehumanos para salvar a las personas; antes bien, valiéndose de su prédica, daba a sus interlocutores el medio para que estos descubrieran y activaran el potencial y la fuerza que poseían en su interior.

Este mismo espíritu anima la enseñanza budista de Nichiren, quien recalcó la importancia crucial de emprender acciones para eliminar las desdichas y la desesperanza de la gente. En particular, su tratado Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para asegurar la paz en la tierra fue escrito en un período de reiterados desastres naturales, hambrunas y epidemias que diezmaban a la población del Japón. El origen de esta obra fue su profundo deseo de erradicar las desdichas humanas.

En otro de sus escritos, Nichiren describe las intensas penurias del pueblo japonés, vapuleado por un desastre tras otro:

Llevamos varias décadas padeciendo las tres calamidades y los siete desastres, que han cobrado la vida a media población. Los que sobreviven han perdido a sus padres y hermanos, esposas o hijos, y sus lamentos plañideros nos recuerdan a los insectos del otoño. Las familias han quedado rotas y dispersas, como los troncos y las plantas después de las nevadas invernales.[12]

En un período de tanta convulsión, Nichiren no dejó de brindar aliento al pueblo, decidido a iluminar con la luz de la esperanza una sociedad de caótica y confusa penumbra.

Sometido a persecuciones implacables y a reiterados exilios por las autoridades gobernantes como resultado de sus firmes convicciones, Nichiren acostumbraba expresarse en cartas a sus discípulos donde se aprecia su afán de transmitirles valentía, a pesar de la distancia física que se le imponía y que los separaba de ellos. En una oportunidad, le escribe a una discípula que había enviudado:

Su difunto esposo tenía un hijo enfermo y una hija. Me es inevitable pensar en la angustia que él pudo haber sentido, sabiendo que se marchaba de este mundo, probablemente acongojado por las criaturas y dejando sola a su anciana esposa, frágil como un árbol marchito.[13]

Y sin embargo, le asegura: «El invierno siempre se convierte en primavera». Con estas palabras, Nichiren se proponía infundir el siguiente mensaje alentador: En este momento, quizá se sienta abrumada por la desesperación, como si la azotaran los vientos helados de los meses invernales. Pero esto no durará eternamente. El invierno nunca deja de convertirse en primavera.

De este modo, Nichiren la exhorta a vivir hasta el final con valentía y fortaleza. Y, antes de concluir el texto, la anima y tranquiliza con la seguridad de que él siempre estará velando por sus hijos; con estas palabras, entibia de luz primaveral el alma de una mujer para quien el tiempo se había detenido y, a raíz de la pérdida de su pareja, sentía que su vida había quedado congelada en un invierno perpetuo.

Como aquí vemos, cuando Nichiren se dirigía a las personas, infundía a las palabras el poder de transmitir su corazón. Más allá de la distancia física, estas cobraban vida al ser leídas y quedaban grabadas profundamente en el alma de sus destinatarios.

Aunque las circunstancias que hoy vivimos no sean las mismas que reinaban en la época de Nichiren, el desorden provocado por esta pandemia ha empujado a muchas personas a un abismo de desesperación; les ha hecho sentir que su vida se detenía de manera inesperada, sin que pudieran vislumbrar una salida futura o procurarse de algún medio de subsistencia.

El mundo se torna inhóspito para quienes, hallándose en este estado, deben afrontar su aflicción en soledad, sin el apoyo de una red de seguridad social o de vínculos humanos. Pero, a mi entender, basta con que otra persona repare en su situación y salga a su encuentro, basta con que alguien ilumine sus circunstancias con una atenta y cálida luz, para que puedan armarse de entereza, recuperen el sentido de su dignidad y reconstruyan su vida.

Los miembros de la SGI, herederos del legado espiritual de Nichiren, hemos mantenido en 192 países y territorios nuestra práctica de fe y de compromiso social, basados en la determinación de no dejar atrás a quienes luchan en medio de una profunda desdicha. Esta convicción animó a mi maestro Josei Toda a decir: «Mi deseo es que nunca más haya que usar la palabra “sufrimiento” para describir a una persona, a un país, a este mundo en que vivimos...».[14]

Lo importante aquí es el interés de Josei Toda en erradicar la aflicción en todas las dimensiones de la vida: desde lo personal hasta lo nacional y mundial. Sin dejarnos desanimar por la persistencia de las desigualdades globales, los problemas que afrontan los diversos países o las complejas circunstancias que abruman a la gente, debemos seguir bregando juntos por eliminar el sufrimiento innecesario y por superar las divisiones que nos separan. Esta determinación subyace a todas las iniciativas de la SGI para establecer sinergias con otras organizaciones no gubernamentales (ONG) y con movimientos de inspiración religiosa que tengan valores afines, en busca de salidas a los retos globales.

En cierto sentido, la historia humana es una serie ininterrumpida de amenazas; desde esta perspectiva, tal vez sea inevitable tener que seguir enfrentando problemas diversos. Con más razón entonces, es fundamental construir resistentes basamentos sociales para eliminar el dolor de la gente, de manera tal que, incluso frente a dificultades o crisis de enorme magnitud, jamás se deje atrás a las personas más vulnerables, que son las más damnificadas ante la adversidad.

En la actual crisis de la COVID-19, que nos impone normas preventivas de distanciamiento físico, se vuelve más difícil aún discernir las condiciones en que viven los semejantes. No puedo sino sentir que los movimientos y las organizaciones de inspiración religiosa tienen una importante función que cumplir a la hora de mantener en foco el rumbo primordial: reconocer que todos somos congéneres e integrantes de una misma comunidad humana.

La pandemia ha tenido consecuencias graves en nuestro mundo; encontrar la salida a este laberinto no será una tarea sencilla. Así y todo, creo que el «hilo de Ariadna» que nos permitirá a cada uno salir de la crisis solo quedará a la vista cuando reconozcamos la significación real de cada vida y, a partir de allí, consideremos cuáles son las necesidades más acuciantes para proteger y apoyar a ese ser humano individual.

Establecer una red global de acciones solidarias

La siguiente área temática que quisiera abordar es la necesidad de que los países trasciendan sus diferencias y se unan en una colaboración solidaria para superar la crisis.

¿Cuál es la magnitud real de los daños y efectos lesivos que está causando la pandemia del coronavirus? Ante la trágica enormidad de los perjuicios, valuados no solo en cifras económicas y sociales, sino también en términos de salud y de vidas humanas, la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR, por sus siglas en inglés) ha observado lo siguiente: «Si tenemos en cuenta las pérdidas de empleo e ingresos, se puede decir que son aún muchas más las personas que se verán afectadas por este desastre, más que por cualquier otro en la historia de la humanidad».[15] Más allá de esto, el carácter inédito de la actual crisis radica en que ha involucrado prácticamente a todas las naciones del mundo.

Desde el inicio del siglo xxi, la humanidad ha padecido diversos desastres naturales de gran magnitud; entre ellos, el terremoto y tsunami del océano Índico (2004); el sismo de Cachemira (2005), el ciclón en Myanmar (2008), el terremoto de Sichuan (2008) y el de Haití (2010). En cada caso, aunque los daños fueron graves, otros países pudieron proveer auxilio y apoyo de emergencia, desde equipos de socorro en las horas inmediatas hasta asistencia para la reconstrucción y la recuperación posteriores. Tras el terremoto y tsunami de Tohoku, que sacudió el Japón en 2011, numerosas naciones suministraron ayuda de distintas formas a las poblaciones afectadas, lo cual fue un aliento indescriptible para las víctimas. Cuando ocurren catástrofes, las expresiones de solidaridad internacional brindan una valiosa fuerza espiritual a los que se ven expuestos al desastre sin saber qué les deparará el mañana.

La pandemia del coronavirus ha causado estragos en casi todos los países a la vez, y esta simultaneidad no ha hecho más que agravar la naturaleza compleja, confusa y caótica de esta crisis. Si comparamos a las naciones del mundo con barcos que viajan a través del océano, el novedoso coronavirus sería una enorme tormenta de furia inusitada que los azota a todos a la vez y trastorna su rumbo de navegación, de manera tal que, aun estando en las mismas aguas, cada uno podría desviarse en una dirección distinta y errática.

¿Dónde encontrar una brújula que los ayude a orientarse en ese cruce marítimo inexplorado que es la búsqueda de salidas a la crisis de la COVID-19? El historiador británico Arnold J. Toynbee (1889-1975), con quien tuve oportunidad de dialogar extensamente, nos dejó estas palabras: «La única luz que tenemos a nuestro alcance para iluminar el futuro son nuestras experiencias pasadas».[16]

Con esa perspectiva, quisiera reflexionar sobre un ejemplo que data de la década de 1950, referido a la colaboración entre los Estados Unidos y la Unión Soviética para desarrollar una vacuna contra la polio, en un contexto de crecientes tensiones vinculadas a la Guerra Fría.

Hasta ese momento, el principal método para prevenir el contagio de la polio era una vacuna desarrollada a partir de poliovirus inactivados (o «muertos»). Era una inmunización costosa y que debía aplicarse por vía inyectable. Se buscó entonces desarrollar una inoculación oral, hecha con poliovirus atenuados (o «vivos»). Sin embargo, ya que una parte importante de la población estadounidense había recibido la vacuna de virus inactivado, no había grupos suficientes para someter a prueba la nueva fórmula.

Al principio, la Unión Soviética (URSS), pese a los posibles beneficios para su población infantil, se mostró reticente ante la idea de colaborar con su potencia rival. Pero con el tiempo, preocupadas por los altos niveles de contagio que se registraban, las autoridades de la URSS buscaron la forma de trabajar en coordinación con los Estados Unidos (EE. UU.). Por su parte, estos reconocieron la necesidad de la cooperación soviética y, a partir de 1959, los EE. UU. comenzaron a apoyar ensayos de gran escala en la URSS y las naciones vecinas, lo cual condujo al desarrollo de una vacuna segura y eficaz basada en virus vivos.

En lo personal, conservo nítidos recuerdos de la campaña de inmunización con esta vacuna, que protegió a muchos niños japoneses. La epidemia de polio comenzó en el Japón en 1960 y continuó a lo largo del año siguiente. Todos los días, la prensa informaba sobre el incremento en el número de contagios; en ese marco de consternación, la opinión pública y, muy especialmente, las madres, hicieron oír su reclamo pidiendo acceso a las vacunas. En ese momento, para reforzar los tres millones de dosis procedentes del Canadá, la Unión Soviética suministró diez millones de la vacuna hecha con virus atenuados y, con ello, permitió que la epidemia en el Japón quedara prontamente bajo control. Sesenta años después, sigo recordando con claridad cuál fue el camino que permitió administrar estas vacunas, resultado de la colaboración entre soviéticos y estadounidenses, y revivo el clima de alivio que se hizo palpable en las madres del Japón.

Hoy, en momentos en que el coronavirus sigue extendiéndose en el mundo al mismo tiempo que se desarrollan y producen vacunas, un punto central es cómo asegurar una provisión estable de dosis necesarias a todas las naciones. En respuesta a ello, en abril del año pasado la OMS y sus colaboradores de la sociedad civil y del sector gubernamental, pusieron en marcha el mecanismo COVAX para la distribución global de vacunas contra el coronavirus. Este marco, que implementa sistemas de acceso veloz y equitativo a las vacunas en todos los países, tiene proyectado proveer 2000 millones de dosis a los Estados participantes a finales de 2021.

La plataforma COVAX se creó apenas un mes después de que la OMS declarara la pandemia del coronavirus. El trasfondo de esta rauda respuesta ha sido la preocupación de que la competencia por producir vacunas, sin un marco regulatorio internacional, creara brechas entre los países con recursos financieros suficientes para comprarlas y las naciones excluidas de esta posibilidad, provocando un encarecimiento en los precios del mercado. En una resolución aprobada en la Asamblea Mundial de la Salud, en mayo de 2020, se reconoció «la función de la inmunización extensiva contra la COVID-19 como bien de salud pública mundial»,[17] que, en tal carácter, debe ser accesible para todos los países. Hasta hoy, a la iniciativa de colaboración global COVAX se han sumado 190 países y territorios, con el objetivo de recibir cargamentos de vacunas disponibles a partir de febrero. Pero para asegurar un suministro estable de dosis habrá que obtener la cooperación de todas las potencias y contar con sistemas de apoyo necesarios.

El Japón fue uno de los primeros participantes en el mecanismo COVAX; pido entonces al Gobierno japonés que fomente la adhesión activa de las naciones que aún no se han sumado, como los Estados Unidos y la Federación Rusa. El director ejecutivo de la Alianza Mundial para Vacunas e Inmunización (GAVI), Seth Berkley, responsable de coordinar el funcionamiento de COVAX junto con la OMS, ha evaluado de la siguiente manera el compromiso inicial del Japón —en octubre de 2020— a aportar fondos de apoyo para países en desarrollo:

Este financiamiento crucial no solo nos permite asegurar que los países de bajos ingresos no queden al final de la lista de espera cuando estén disponibles las vacunas seguras y eficaces contra la COVID-19, sino que también cumplirá un papel fundamental para poner fin a la fase aguda de esta pandemia en todo el mundo.[18]

En la Cumbre del G8 celebrada en Kyushu y Okinawa en 2000, como nación anfitriona del evento, el Japón propuso como tema clave del programa la lucha contra las enfermedades transmisibles. Dos años después, se estableció el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y el Paludismo. Desde entonces, el Japón y muchos otros Estados han aportado a este fondo de manera continua; con ello, han salvado la vida de unos 38 millones de personas que, de otro modo, habrían fallecido a causa de esas tres enfermedades.[19]

En lo concerniente a generar solidaridad global para enfrentar la pandemia del coronavirus, me parece importante mantener un foco positivo en el número de vidas que, juntos, estamos logrando salvar. Cuando la atención se centra en datos negativos, como los índices crecientes de contagios, es más fácil priorizar enfoques estrechos, como el de defender solo el propio país, antes que las políticas solidarias con los otros. Por tal razón, considero esencial trabajar partiendo de la conciencia de que todo lo que se haga para proteger del contagio a los pueblos de todas las naciones también redundará en la defensa de la propia población.

Así como la OMS ha definido la inmunización extensiva contra la COVID-19 como un bien de salud pública mundial, confío en que el funcionamiento pleno del mecanismo COVAX allane el camino hacia el goce colectivo de otro tipo de bienes públicos globales incluso de mayor valor.

Los investigadores que trabajan con esta categoría de bienes públicos incluyen en ella no solo productos materiales como las vacunas o infraestructuras sociales como internet, sino también estados colectivos como la paz y un medio ambiente sano, cuyo disfrute debe ser compartido por toda la humanidad, en virtud de políticas promovidas por la acción conjunta de los países.[20] Si tomamos como referencia el cambio climático, todas las naciones saldrán beneficiadas cuando distintos países adopten en forma coordinada medidas activas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, ya que las condiciones generadas con este enfoque servirán para reducir, por ejemplo, los riesgos vinculados al crecimiento de los niveles oceánicos o a fenómenos climáticos extremos. De manera análoga, el trabajo cooperativo de las diversas naciones del mundo para controlar la pandemia fortalecerá la resiliencia global contra otras enfermedades infecciosas que podrían aparecer en el futuro y sentará un precedente para proteger la salud y la vida de la población en todo el planeta.

Los actores centrales que están apoyando esta clase de resiliencia —para seguir con mi analogía anterior, los «faros» capaces de velar por la seguridad de los navíos que representan a cada país— son los profesionales de la salud de todo el mundo, en especial, el personal médico y de enfermería que ha venido trabajando con dedicación incansable y un noble sentido de la misión, tratando a las personas cuya vida se ve amenazada por la COVID-19. Quiero expresar mi gratitud más profunda a todos los que, día a día, desempeñan este trabajo con abnegación.

Asimismo, quiero destacar que una de cada ocho personas dedicadas a la enfermería en el mundo está llevando a cabo su labor en países distintos de donde nació o recibió formación.[21] En muchos lugares, se tiene un concepto frío o negativo de los inmigrantes y de sus familiares, a quienes a menudo se excluye o se los considera una carga para la sociedad. Por esta razón, la ONU ha exhortado firmemente a frenar estas tendencias. Ahora que los diferentes Estados se han visto inmersos en la crisis del coronavirus, queda a la vista que las personas que están trabajando de manera decisiva en la primera línea de la atención médica, y salvando numerosas vidas humanas, con frecuencia son migrantes, generalmente en puestos de enfermería, auxiliares sanitarios o personal paramédico.

A poco de haberse declarado la pandemia, la falta de mascarillas desató una competencia entre países para asegurarse el suministro de estos insumos. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) cita diversos ejemplos de refugiados que espontáneamente respondieron para colaborar con la escasez que afrontaban sus países de acogida.

En Kenia, una vez que se informaron los primeros casos de contagios en marzo de 2020, se emitió una normativa sobre el uso obligatorio de mascarillas en los espacios públicos. Un refugiado procedente de la República Democrática del Congo que trabajaba como operario textil en un campo de desplazados respondió confeccionando mascarillas, no solo para sus pares dentro de las instalaciones y para la gente de su comunidad, sino también para el personal del ACNUR. «Quise mostrar que los refugiados también podemos cooperar en la respuesta a la pandemia y no solo ser receptores de ayuda».[22]

En Alemania, una familia de refugiados sirios comenzó a fabricar mascarillas con el deseo de ayudar al personal de enfermería que trabajaba en el hospital de su pueblo de acogida. Al ver que a los refugiados se les habían acabado las bandas elásticas para la confección, los residentes locales consiguieron la mercadería y se la llevaron hasta el sitio donde vivían. Una integrante de esta familia comenta sus sentimientos de esta manera: «Aquí nos habían recibido tan bien... Nos brindaron refugio, pudimos conseguir trabajo y nuestros hijos están yendo a la escuela. Nos hace felices poder retribuir de algún modo a Alemania».[23]

Confío en que, pese a las diferencias de nacionalidad o de circunstancias, ciertos actos y conciencias —como el deseo incontenible de ayudar, así sea a una sola persona; el reconocimiento del prójimo y la preocupación por el otro; la acción sincera y solidaria en bien de quienes viven en la misma comunidad— pueden, a fuerza de mantenerse y repetirse, nutrir el suelo del cual germina y crece la resiliencia.

Por supuesto, el desarrollo de una vacuna es un factor clave que ayudará a superar la crisis actual, pero, como advierte la OMS, no bastará por sí solo para resolver todos los problemas.[24] También es necesario garantizar la seguridad de dicha vacuna y crear sistemas efectivos de transporte e inoculación. Esto, sumado a todos los otros esfuerzos para controlar la transmisión del virus, significa que en cada fase del proceso será indispensable la cooperación y el apoyo de una gran cantidad de personas. La dificultad fundamental será lograr y mantener un claro reconocimiento colectivo de que la crisis actual se podrá superar solo a través de la colaboración solidaria, ampliando el círculo de gente que asuma la responsabilidad de promover la resiliencia en cada ámbito comunitario.

La palabra «pandemia» proviene del griego pandemos, que significa «todo el pueblo». Hasta que se frene la propagación del coronavirus en cada lugar de la tierra, la enfermedad seguirá representando un peligro para cada habitante, sea cual fuere su nacionalidad o situación personal. En ese sentido, los enfoques tradicionales sobre la seguridad nacional —que se asientan en buscar la defensa o protección del propio país al margen de los intereses de otros pueblos—, resultan claramente inadecuados. Antes bien, es menester adoptar el enfoque de la «seguridad humana», que permita a las naciones ver más allá de sus intereses inmediatos y trabajar juntas para reducir y eliminar las amenazan que penden sobre todos los pueblos, como se apreció de manera incipiente en el desarrollo de la vacuna contra la poliomielitis en época de la Guerra Fría, a partir de la colaboración entre los EE. UU. y la URSS.

Mientras la pandemia continúa agravándose, debemos tomar todos los recaudos necesarios para evitar que las medidas implementadas por los países para controlar el contagio —entre ellas, el suministro de vacunas— den valor excluyente a la propia seguridad, en desmedro de salvar vidas en todo el planeta. En cierto modo, esto podría reactualizar las estrategias nucleares de las superpotencias durante la Guerra Fría, que dieron en llamarse Destrucción Mutua Asegurada (MAD [«irracional o loco»], por sus siglas en inglés). Ambas partes, regidas por esta doctrina, buscaban la seguridad de su propia nación acumulando fuerzas destructivas de poder sobrecogedor para disuadir a la parte contraria. Y, sin embargo, si en este contexto hubiera estallado una guerra nuclear, no solo se habría producido la destrucción de los dos países en pugna, sino que incluso se habría aniquilado la base para la supervivencia material de todo el género humano.

Como he comentado antes, el año pasado se anunció la eliminación de la poliomielitis en el continente africano; [25]si este resultado se repite en los dos países asiáticos donde aún subsiste la enfermedad, este grave flagelo habrá quedado erradicado en todo el planeta. En 1980, el mundo logró por primera vez la proeza de desterrar una enfermedad infectocontagiosa: la viruela. Bernard Lown, cofundador de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear (IPPNW, por sus siglas en inglés) y uno de mis queridos amigos personales, expresó estas reflexiones sobre esa hazaña sanitaria:

La colaboración entre médicos de ambos campos ideológicos rivales jamás cesó, ni siquiera en las horas más oscuras de la Guerra Fría. En momentos en que se multiplicaba el despliegue preventivo de misiles dispuestos para lanzar un ataque nuclear, los galenos estadounidenses y soviéticos trabajaron juntos en la campaña mundial para erradicar la viruela. Estos actos de camaradería fueron modelos persuasivos para la lucha antinuclear.[26]

La Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN) surgió a partir de la IPPNW; junto con los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki y con los hibakusha del mundo, cumplió un papel crucial en el movimiento de la sociedad civil que culminó con la firma del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN). Mientras subsistan las amenazas —aunque sea como brasas que perduran después del fuego—, será imposible que todos los habitantes de este mundo gocen de seguridad física y psicológica real. La única forma de seguridad que conducirá a la paz genuina será la que considere inadmisible el sacrificio de la población de cualquier país y la que garantice a todos los pueblos de la tierra el derecho a existir. El TPAN, que entró en vigencia el pasado 22 de enero, no solo es un importante tratado de referencia sino también un acontecimiento histórico que abre paso a una nueva era.

Arnold J. Toynbee utilizaba la sugestiva expresión «perspectiva del tiempo» para plantearse la siguiente pregunta:

¿Qué señalarán como acontecimiento sobresaliente de nuestro tiempo los historiadores futuros, dentro de siglos enteros, al volver la mirada hacia la primera mitad del siglo xx y tratar de ver sus actividades y experiencias en esa justa proporción que revela a veces la perspectiva temporal?[27]

De manera similar, cabe preguntarnos qué elegirán como hecho saliente los historiadores del mañana cuando observen la primera mitad del siglo xxi desde ese punto de vista panorámico que brinda el paso del tiempo. Uno de ellos, a mi criterio, podría ser la entrada en vigor del TPAN —concertada en momentos en que se intensifica la crisis del coronavirus— como acontecimiento que propició un cambio de paradigma en los enfoques sobre la seguridad. Y esperaría con gran expectativa que otro de los hechos destacados fuese el nuevo capítulo inaugurado por las iniciativas de la sociedad internacional para promover la vacunación global con el auspicio del mecanismo COVAX.

Si bien la amenaza representada por la pandemia es de suma gravedad, creo que podremos vencerla sin falta en la medida en que ejercitemos la ilimitada capacidad humana de superar problemas y de escribir una nueva historia. Nuestra labor colectiva de enfrentar la pandemia puede servir de base para crear conciencia mundial sobre la importancia crucial de la colaboración solidaria a la hora de transformar crisis. Y esto, a su vez, puede desplazar el vector de la historia humana, con el resultado de librarnos de los trágicos enfoques sobre la seguridad nacional que, además de echar raíz en los conflictos, no hacen sino perpetuarlos.

Construir una cultura de los derechos humanos

La tercera área temática en la cual quiero centrarme es la necesidad de contrarrestar la circulación de noticias falsas o sesgadas sobre el nuevo coronavirus, sobre todo por el efecto discriminatorio que ello puede provocar en perjuicio de las personas infectadas. El freno a la desinformación va de la mano con la labor para crear una cultura de derechos humanos en la cual nadie vea vulnerada su dignidad.

Desde que estalló la pandemia del coronavirus, una de las obras literarias que cobró renovada vigencia fue el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe (c. 1660-1731). El libro, ambientado en el Londres del siglo xvii, muestra la pérdida de racionalidad y de autocontrol que experimentan los ciudadanos bajo la influencia de discursos demagógicos que exacerban el miedo, la confusión y la inseguridad. Desde tiempos inmemoriales, y más recientemente con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida), la historia humana ha sumado numerosos episodios de discriminación contra las personas portadoras de enfermedades transmisibles. Una y otra vez, la manipulación de miedos irracionales ha provocado grietas y conflictos que han dejado hondas cicatrices en la sociedad.

A diferencia de otras afecciones como el cáncer o las cardiopatías, los cuadros infectocontagiosos ponen a las personas en estado de alarma, ante el temor a ser contagiadas por los semejantes. En estos casos, aumenta el riesgo de que el miedo a un virus escale y se traduzca en desconfianza o recelo al prójimo. Estos procesos son especialmente problemáticos cuando cobran dimensión colectiva y causan sufrimiento a la gente infectada y a sus familias, o cuando crean un clima social que atribuye la culpa de la infección a grupos o a personas previamente sometidos a estigmas discriminatorios o a prejuicios. Hoy, además, uno de los temas preocupantes es que las redes sociales permitan la difusión instantánea de contenidos falsos o tergiversados sobre enfermedades contagiosas que inciten a dichas respuestas.

En estos momentos, en que la pandemia afecta de manera creciente nuestra vida y las recomendaciones para combatirla cambian a diario, la gente busca otros canales de información, además de los periódicos y los formatos tradicionales. Esto ha expuesto a muchas personas a consumir contenidos de dudosa veracidad, generados por fuentes desconocidas o poco fiables. Este espacio de información virtual a menudo aloja formas maliciosas de discurso que se aprovechan de la incertidumbre colectiva para incentivar respuestas antisociales o exacerbar el odio hacia ciertos grupos o sectores.

La proliferación de falsedades o de noticias tendenciosas, que suele designarse con el neologismo «infodemia», puede intensificar la discriminación y los prejuicios, y, de ese modo, socavar los cimientos de la sociedad humana. Estamos ante otra clase de pandemia, que se propaga en paralelo a la enfermedad viral. La ONU ha instado a actuar con máxima cautela al respecto; en mayo del año pasado, presentó la iniciativa mundial «Verified» (Verificado) para combatir la difusión de informaciones erróneas sobre COVID-19. El organismo trabaja con múltiples medios de comunicación para distribuir contenidos cuya veracidad ha sido confirmada por sus propios expertos y por otros especialistas y científicos. La campaña invita a participar a «voluntarios de la información» de todo el mundo, encargados de difundir de manera activa noticias veraces y, de ese modo, contribuir a mantener sus familias y comunidades conectadas y seguras.

El peligro de no poner en evidencia los errores —o de permitir que circulen bulos o falsedades sin rebatir— no se limita al daño que ello produce en la información o en los conocimientos correctos. Más preocupante incluso es el riesgo de que los prejuicios y la discriminación existentes se potencien con el temor al contagio y generen un estado de sospecha descontrolado que agrave las grietas sociales, y lesione los derechos humanos y la dignidad de todas las personas.

Con respecto a la relación entre tales derechos y las enfermedades contagiosas, la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, observó lo siguiente en un comunicado del 6 de marzo de 2020, cinco días antes de que la OMS declarara la pandemia: «Es preciso que la dignidad y los derechos humanos sean los pilares fundamentales de ese esfuerzo y no una consideración accesoria».[28]

En septiembre, la funcionaria manifestó, acerca de los enfoques indispensables en toda gestión para superar la crisis del coronavirus:

Hemos sido testigos de cómo este virus alimenta las desigualdades profundamente arraigadas y las deficiencias en materia de derechos humanos, aumentando el contagio y acelerando considerablemente su amenaza. Lo que necesitamos ver ahora es medidas para remediar estas deficiencias y curar esas profundas heridas, tanto dentro de nuestras sociedades como entre ellas.[29]

La naturaleza estructural de las «desigualdades profundamente arraigadas» y de las «deficiencias en materia de derechos humanos», en palabras de la alta comisionada, ha tendido a opacar los profundos daños resultantes. Pienso que la crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto actitudes discriminatorias que ya existían en algunas personas de manera semiconsciente. En vista del agravamiento de la pandemia, también aumenta y preocupa el riesgo de que la población, influida por discursos de odio, busque blancos en los cuales descargar su frustración y su pesar.

Todos, al margen de nuestras creencias, situación geográfica, actividad laboral o etnia, estamos igualmente expuestos a contagiarnos de COVID-19. Aun cuando esta es una realidad que debemos confrontar y superar juntos, vemos una fragmentación social que exacerba dicha amenaza. ¿Cuáles son los factores subyacentes que operan detrás de este problema?

A la hora de tratar esta cuestión, quisiera remitirme al análisis sobre la naturaleza de la discriminación que hace la filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum en su libro El ocultamiento de lo humano: Repugnancia, vergüenza y ley.

Nussbaum plantea que la actitud de trazar fronteras en la sociedad se apoya en nuestros sentimientos de rechazo a quienes consideramos depositarios del mal y en nuestro afán de distanciarnos de ellos. Lo resume con estas palabras: «Llamamos a la repugnancia en nuestra ayuda; al permitirnos ver a las personas malvadas como repugnantes, las distanciamos convenientemente de nosotros mismos».[30]

Aunque, aquí, Nussbaum se enfoca en formas de pensamiento que buscan vincular a grupos específicos con ciertos actos de maldad, con el supuesto de que tales conductas no guardan relación con nosotros, creo que hay semejanzas estructurales entre estas respuestas y el tipo de discriminación que puede provocar el brote de una enfermedad transmisible.

En el mismo texto, Nussbaum observa los muchos ejemplos de terminología médica, como «bacilos» [«larvas», «parásitos»], empleados para focalizar la repugnancia en determinados grupos y justificar, así, su desprecio o represión.[31]

Detrás de la discriminación, lo que opera es el sentimiento de identificar a los miembros del propio grupo como portadores del valor más justo y elevado. Cuando la sociedad confronta una situación de crisis, se activa un fuerte impulso a priorizar a los integrantes del propio colectivo. Esto se articula con sentimientos de aversión hacia los otros, que mueven a la gente a buscar seguridad evitando el contacto con quienes se percibe como personas diferentes.

Nussbaum advierte que ese sentimiento «imputa al objeto ciertas propiedades que hacen que ya no sea miembro de la propia comunidad o mundo del sujeto, sino una especie de cosa extraña»[32] y argumenta que «cuando [la repugnancia] conduce a la subordinación y a la marginación política de grupos e individuos vulnerables, es un sentimiento social peligroso».[33]

A la vez, la autora reconoce ciertos aspectos de este sentimiento de ira que podría obrar en refuerzo de la sociedad democrática. «La indignación tiene una función constructiva; ella afirma: “estas personas han sufrido una injusticia y no deberían haberla padecido”. En sí misma, la indignación da incentivos para enmendar el mal».[34] En tal sentido, aunque el contacto con dificultades y con la fragilidad de la vida pueden intensificar las actitudes discriminatorias y crear el riesgo de ahondar las fracturas sociales, también tienen el potencial de promover la construcción virtuosa de una sociedad de coexistencia creativa.

A medida que la pandemia del coronavirus se extiende en el mundo y sus efectos repercuten casi en todos los sectores de la sociedad, muchas personas observan y reconocen el dolor de otros congéneres privados de dignidad o impedidos de sobrevivir, quizá con un grado de empatía que hasta ahora no habían experimentado. Debemos estar atentos y no permitir que la desesperación asfixiante nos lleve a rechazar o a estigmatizar a otros a causa de ese sentimiento de repugnancia. Antes bien, es importante canalizar la conciencia de la crisis en una respuesta sensible hacia los semejantes, pensar en la precariedad y en las penurias a las que otros se ven arrojados y, a partir de allí, entablar una sinergia solidaria con quienes participan constructivamente para revertir la dura realidad social.

Desde luego, es natural que uno otorgue supremo valor a su propia vida. Esta conciencia se refleja en el enfoque de los derechos humanos sustentado en las enseñanzas budistas que practican los miembros de la SGI.

Por ejemplo, tomemos el siguiente episodio en el que se reflejan las enseñanzas de Shakyamuni. En el transcurso de un diálogo entre el rey y la reina del antiguo reino Kosala de la India, cada uno de ellos reconoce que no hay nadie a quien considere más valioso que su propio ser. Al escuchar esa sincera admisión, Shakyamuni responde con los siguientes versos:

Habiendo atravesado con la mente todos los dominios,
uno no encuentra a nadie tan querido como su propio yo.
Ya que cada persona se estima a sí misma como a nadie,
quien se ama a sí mismo no debe causar daño a los demás.[35]

En otras palabras, si uno considera su vida preciada e irremplazable, debe entender que los otros también sienten lo mismo; tomando este reconocimiento como base de la conducta, nadie debería obrar, jamás, de un modo lesivo para los semejantes.

Como esta anécdota revela, la perspectiva budista sobre los derechos humanos nos insta a no extinguir ni reprimir el sentimiento de apreciar la propia vida sobre todo. Por el contrario, extender y abrir ese amor a sí mismo para trasladarlo a los semejantes nos permite reordenar los hilos que tejen nuestra vida y restaurar las formas en las que nos conectamos con los demás y con la sociedad en general.

El Sutra del loto es una saga narrativa sobre la revitalización dramática de la vida humana. En la medida en que una persona tras otra acepta esta idea de que todo, sin excepción, posee de manera inherente el estado más sublime del ser, y todas ellas asumen su propia dignidad preciada e irreemplazable, también comienzan a reconocer el peso y el valor de la dignidad ajena. De ese modo, reafirman mutuamente su determinación de construir un mundo en que brille el carácter sagrado de uno mismo y de los demás.

En el Sutra del loto, Shakyamuni refuta las líneas abisales que separan a las personas en la sociedad y recalca que el estado más sublime del ser reside en cada sujeto por igual, incluyendo a las mujeres, que durante tanto tiempo habían estado sometidas a una dura discriminación, y a las personas que habían perpetrado actos de maldad. El Sutra del loto, al proclamar de manera inequívoca la dignidad de quienes habían sido blanco de exclusión y de hostilidades, da lugar a una activa polifonía de voces que celebran y confirman, en reciprocidad, la digna esencia de cada ser. En esa prolífica narrativa de vidas que inspiran y se inspiran, da forma concreta al principio sobre la dignidad inherente de todo el colectivo humano.

La SGI, basada en la enseñanza del Sutra del loto sobre esta suprema nobleza humana, y comprometida a edificar una sociedad que repudie toda forma de discriminación y asegure el pleno goce de la dignidad a todos sus integrantes, ha trabajado incesantemente para promover la educación en derechos humanos tal como invitan a hacer las Naciones Unidas.

En apoyo al Decenio de las Naciones Unidas para la Educación en la Esfera de los Derechos Humanos, iniciado en 1995, la SGI organizó la exposición «Hacia un siglo de la humanidad: El panorama de los derechos humanos en el mundo actual», que se ofreció en cuarenta ciudades de ocho países. Asimismo, hemos impulsado con una activa participación el Programa Mundial para la Educación en Derechos Humanos, desde que se puso en marcha en 2005. A su vez, articuladamente con otras entidades, en 2011 la SGI respaldó aprobar la Declaración de las Naciones Unidas sobre Educación y Formación en materia de Derechos Humanos, instrumento de trascendencia histórica que estableció parámetros universales para esta actividad formativa. Desde entonces, hemos participado en iniciativas como el patrocinio de la muestra «Transformar vidas: El poder de la educación en derechos humanos»,[36] en cooperación con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y la gestión conjunta del sitio de recursos web de acceso abierto sobre Educación en Derechos Humanos.[37]

Durante la sesión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU celebrada en septiembre pasado, la SGI intervino en nombre del Grupo de Trabajo de ONG sobre Educación y Aprendizaje en Derechos Humanos; en esa ponencia, presentó una declaración conjunta referida al Plan de Acción para la cuarta etapa del Programa Mundial antes mencionado, que comenzó a funcionar el pasado mes de enero con foco en la juventud:

[El Plan de Acción] abre grandes posibilidades para la educación en derechos humanos y los jóvenes. Si bien el COVID-19 complica la puesta en marcha del Plan, no puede haber «interrupción» en la educación en materia de derechos humanos, que es un factor clave para que tales derechos sean una realidad.[38]

En 2021 se cumplirán diez años desde que se aprobó la Declaración de las Naciones Unidas sobre Educación y Formación en materia de Derechos Humanos, que describe dicha labor educativa como un elemento integral para construir sociedades inclusivas. Así como un círculo no se considera completo hasta que se unen todos sus arcos constitutivos, mientras la promesa del respeto universal a los derechos humanos siga estando amenazada por las desigualdades y disparidades sociales, mientras siga habiendo personas marginadas y excluidas, tales derechos serán más un eslogan que una realidad tangible.

La educación en derechos humanos puede ayudar a gestar una fuerte sinergia solidaria entre personas que, conscientes de la importancia de la dignidad humana, viven comprometidas con la transformación social y están dispuestas a reexaminar nuestras formas de vivir. Esa solidaridad nos permitirá dar unión concreta y palpable a los muchos arcos que integran el círculo de los derechos humanos y de la dignidad, y que han quedado extraviados u opacados por la naturaleza estructural de la opresión.

Por su parte, la SGI ha llevado a cabo en forma sostenida actividades de apoyo a la educación en derechos humanos, con el propósito de completar el círculo de una sociedad inclusiva, trabajando junto a todos los congéneres con quienes compartimos la existencia en este mundo. Ahora, redoblando las acciones para frenar la difusión de noticias falsas y maliciosas, y de contenidos discriminatorios, así como también para disipar las oscuras nubes de ansiedad y de miedo relacionadas con la crisis del coronavirus, debemos dar anclaje a una dinámica cultura de derechos humanos, con la determinación mancomunada de que nadie sea privado de su dignidad.

Pautas internacionales para combatir las enfermedades infectocontagiosas

Ahora, quisiera hacer propuestas específicas en tres áreas centrales, con miras a crear una sociedad global comprometida con la paz y con los valores humanos.

La primera se refiere al fortalecimiento de una gobernanza global centrada en el pueblo, y la adopción de pautas internacionales para combatir las enfermedades infectocontagiosas.

El año pasado, el Premio Nobel de la Paz fue otorgado al Programa Mundial de Alimentos (PMA). Durante décadas, el PMA ha ayudado a la población que padecía hambre mediante el suministro de asistencia alimentaria y el mejoramiento de las condiciones para la paz en zonas afectadas por conflictos armados. Cuando, en 2020, la actual pandemia exacerbó la inseguridad alimentaria, el PMA redobló su esfuerzo por proveer ayuda basado en la convicción de que «hasta que tengamos una vacuna médica, la comida es la mejor vacuna contra el caos».[39] El Nobel de la Paz se confirió, precisamente, en reconocimiento a estas contribuciones e iniciativas. Merece la pena mencionar, además, que el PMA ha cumplido otra labor esencial durante la crisis: cuando, a raíz de la pandemia, se cancelaron numerosos vuelos y el sistema global de transporte se vio gravemente afectado, este organismo puso en juego su pericia y su capacidad logística, ofreciendo vuelos y buques fletados para facilitar la distribución de insumos médicos y el traslado de personal de salud, asistencial y humanitario.

El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) también ha brindado apoyo logístico para la distribución de equipamiento médico relacionado con la COVID-19, como mascarillas, elementos de protección descartables y concentradores de oxígeno, además de reactivos para pruebas diagnósticas. UNICEF ostenta una larga trayectoria colaborando con industrias logísticas en diversas regiones, en especial en programas de vacunación que protegen a los niños de enfermedades infectocontagiosas. Desde octubre pasado, preparándose para lo que supone será «uno de los proyectos de mayor envergadura en la historia de la humanidad»,[40] UNICEF comenzó a realizar tareas preliminares a fin de aprontar la vacunación contra la COVID-19 en diversos países, mediante la compra y el suministro de jeringuillas y de otros insumos necesarios. También inició planes estratégicos de transporte y distribución para que las dosis lleguen a la población prontamente, no bien estén disponibles. Este organismo dedicado a la infancia posee experiencia transportando vacunas en ambientes con temperatura controlada y ha promovido sistemas de refrigeración con energía solar en zonas donde es difícil asegurar el abastecimiento eléctrico fiable. Su solvencia y probada capacidad gestionando programas de inmunización cumplirá una función invalorable en la respuesta a la crisis.

Cuando pienso en la importancia de las iniciativas lideradas por el PMA y UNICEF, no puedo sino recalcar el valor de la red de seguridad global que las distintas agencias y órganos de las Naciones Unidas vienen creando con la superposición y convergencia de sus respectivas actividades. La ONU está integrada por numerosos organismos cuyos mandatos los facultan para trabajar en beneficio de poblaciones con necesidades específicas, como es el caso de ONU Mujeres y del ACNUR. Mediante las actividades e iniciativas de estas agencias, las Naciones Unidas han mantenido una constante atención a grupos y sectores que, de otro modo, habrían quedado excluidos; y, con ello, han abierto caminos para facilitar el suministro de valiosa ayuda internacional.

En mi propuesta de paz de 2019, recalqué la importancia de fomentar un multilateralismo centrado en los pueblos, como estrategia para proteger a quienes afrontan las amenazas y las dificultades más graves. Ahora, resulta imperioso que ese enfoque adquiera un carácter fundamental, a la hora de pensar cómo debería vivir la humanidad en el siglo xxi.

El año pasado, la ONU presentó la iniciativa de consulta global ONU75, en el marco de su septuagésimo quinto aniversario. Se trata de un ambicioso proyecto que, a través de diálogos y de encuestas de opinión, visibiliza las voces de la gente en todo el mundo. Más de un millón de personas de todos los Estados miembros y Estados observadores de la ONU han respondido a la encuesta de la campaña en internet, a lo cual se suman más de mil diálogos celebrados de manera presencial, virtual o a través de las redes sociales. Los resultados dejan claro que una abrumadora mayoría apoya una mayor cooperación global. Los participantes en la consulta, de distintos países y grupos de edad, sostuvieron que dicha colaboración era vital para afrontar los problemas actuales y que la pandemia había incrementado la demanda de solidaridad internacional.[41]

Las opiniones de los encuestados de todo el mundo fueron publicadas en el informe correspondiente. Uno de ellos observa:

El virus se ha llevado los empleos, las interacciones, la educación y la paz [...]. Los estudiantes que tanto se han esforzado para obtener una educación tal vez no puedan conseguir un trabajo, las personas que no tienen acceso a la tecnología no pueden avanzar en una sociedad que ahora depende enormemente de ella, los trabajadores que mantienen a sus familias han perdido sus empleos y no parece que la vida vaya a volver pronto a la normalidad, así que las personas están estresadas, ansiosas y deprimidas porque temen el futuro.[42]

Como sugiere el comentario anterior, la demanda acuciante de cooperación internacional no surge de un enfoque idealizado de la sociedad mundial, sino de la realidad que experimenta la gente al enfrentar la adversidad en diversas formas. Y este mismo registro se comprueba en elevados números de personas en diferentes países.

Mientras leía las esperanzas y expectativas depositadas en la ONU que manifestaba la gente del mundo, recordé algo que dijo el ex secretario general del organismo, Javier Pérez de Cuéllar, quien falleció el pasado mes de marzo a los cien años. Nacido en Lima, Perú, integró la delegación peruana que participó en la primera reunión de la Asamblea General de la ONU, en 1946. Llevó a cabo la mayor parte de su carrera como embajador y funcionario de alto rango de la ONU antes de ser nombrado secretario general, cargo que ocupó durante más de diez años a partir de 1982, durante dos mandatos consecutivos.

Tuve oportunidad de conocerlo personalmente en Tokio en agosto de 1982, poco después de que asumiera sus funciones al frente del organismo, y mantuvimos reiterados encuentros a lo largo de los años. Recuerdo con claridad que cada vez que le mencionaba la importancia de que la sociedad civil apoyara a las Naciones Unidas, el señor Pérez de Cuéllar —conocido por sus modales sobrios y honestos— se permitía una sonrisa para rubricar su profundo compromiso con la misión de la ONU.

Su intervención como secretario general fue decisiva para resolver diversos conflictos. Incluso en el capítulo final de su gestión, empeñado en el cese de la guerra civil en El Salvador, siguió promoviendo gestiones que culminaron en el histórico acuerdo de paz alcanzado en vísperas de Año Nuevo, su último día en el organismo. Este resultado sigue brillando como uno de los hitos más destacados en la historia de las Naciones Unidas.

En una oportunidad, describió con estas palabras el papel fundamental de la institución:

Ni la Carta ni la Organización mundial ofrecen la promesa de un mundo exento de problemas, sino un medio racional y pacífico de resolverlos [...]. A los grandes peligros de la proliferación de armas nucleares y convencionales, las controversias políticas, las violaciones de los derechos humanos, la prevalencia de la pobreza y las amenazas al medio ambiente se han sumado nuevas fuentes de conflicto. Para hacer frente a estos peligros es necesario recurrir no solo a toda la sabiduría y creatividad del mundo en el terreno político, sino también a su generosidad de espíritu. Esto solo podrá lograrse mediante esfuerzos constantes y sistemáticos en el marco de las Naciones Unidas.[43]

En otro discurso, como jefe del organismo, defendió firmemente las acciones capaces de beneficiar a todo el género humano y dijo que la crisis que en ese momento afrontaba la ONU podía ser una oportunidad creativa para emprender cambios renovadores.[44] Creo que, a la hora de responder a la pandemia del coronavirus y a la emergencia climática, deberíamos adoptar el enfoque que enunció el fallecido secretario general y tomar la difícil situación actual como una oportunidad para fortalecer, mediante el sistema de las Naciones Unidas, un multilateralismo centrado en las personas. De manera análoga, el actual secretario general, António Guterres, ha afirmado que para superar las vulnerabilidades y dificultades actuales hacía falta mejorar la gobernanza global,[45] meta que debíamos seguir promoviendo.

Desde esta perspectiva, mi sugerencia es que, en el ámbito de las Naciones Unidas, se celebre una reunión de alto nivel sobre la COVID-19, como medio para fortalecer más aún el trabajo en red y la cooperación entre los Gobiernos del mundo. Ante la posibilidad de que, en el futuro, se desaten nuevas enfermedades contagiosas, propongo que, en ese cónclave, se aprueben pautas internacionales que regulen la respuesta de la comunidad internacional en caso de pandemias.

El mes pasado, con el fin de abordar cuestiones de la actual pandemia, se celebró en la sede central de Nueva York un período extraordinario de sesiones de la Asamblea General, cuyo presidente, Volkan Bozkir, se dirigió a los presentes expresando el sentimiento de millones de habitantes del mundo:

En este momento, todos soñamos con el día en que hayamos superado la pandemia. El día en que podamos inhalar sin temor una profunda bocanada de aire. El día en que volvamos a saludar a nuestros colegas con un apretón de manos, abrazar a nuestros familiares y reír en compañía de nuestros amigos.[46]

Con ese fin, abogó por reforzar la cooperación internacional en torno al liderazgo de las Naciones Unidas. Luego de un minuto de silencio en memoria de todos los fallecidos, los jefes de Estado se dirigieron a la asamblea por medio de declaraciones pregrabadas en vídeo, y se llevaron a cabo paneles de debate con el director general de la OMS, el doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus. Creo que la reunión de alto nivel que propongo se podría celebrar como instancia de seguimiento, para desarrollar recomendaciones internacionales que sustenten una respuesta coordinada a la COVID-19. Estas pautas deberían ser lo bastante sólidas para guiar la respuesta, también, ante futuros brotes de enfermedades transmisibles.

Hemos visto que, en 2001, en el período extraordinario de sesiones de la Asamblea General se aprobó una Declaración de Compromiso en la Lucha sobre el VIH/SIDA, con una lista de categorías de acción y un cronograma de resultados que aportó un fuerte impulso a la respuesta de cada país ante la epidemia.

También es digno de considerar el enfoque internacional ante desastres. En 2015, cuatro años después del terremoto y tsunami de Tohoku, en la Tercera Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Reducción del Riesgo de Desastres realizada en Sendai —ciudad gravemente dañada por el sismo— se aprobó el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030. Este protocolo incluyó principios orientadores y medidas prioritarias para la reducción de dicho riesgo, con el reconocimiento explícito de que el objetivo es proteger no solo la vida de las personas, sino también sus medios de subsistencia. Además, allí se recopilaban aprendizajes concretos que se habían adquirido en situaciones como el terremoto de Tohoku; entre ellos, la importancia de fortalecer la resiliencia, la capacidad de recuperación de las sociedades ante crisis graves. Asimismo, y en virtud de las metas específicas hacia el 2030 que estableció el Marco de Sendai, tales como reducir el número de víctimas de desastres en todo el mundo y limitar los daños a infraestructuras sanitarias y educativas de valor estratégico, los diversos países del mundo han comenzado a compartir áreas prioritarias y buenas prácticas en este campo.

Creo que, aprovechando como basamento el valioso Marco de Sendai, y los aprendizajes y experiencias adquiridas, deberían adoptarse con toda urgencia pautas internacionales para combatir la actual pandemia.

Aunque los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) contemplan la meta de erradicar ciertas enfermedades transmisibles, como el sida, la tuberculosis y la malaria, no se menciona de manera explícita el concepto de las «pandemias». Si tenemos presente la posibilidad de que surjan nuevas patologías infectocontagiosas, los protocolos internacionales que exhorto a establecer deberían definir de hoy al 2030 las acciones prioritarias de respuesta ante pandemias. Y, en cuanto a pautas ligadas a los ODS, deberían estar articuladas de tal manera que refuercen dichos objetivos.

Asimismo, me gustaría proponer que a la par de un cónclave donde se tracen esos protocolos globales, se celebre una cumbre de jóvenes en torno al lema «Más allá de la COVID-19», en la cual debatir la clase de mundo que la gente joven quisiera ver al término de esta crisis. Hace dos años, en la sede central de la ONU en Nueva York se llevó a cabo la Cumbre de la Juventud sobre el Clima. La reunión constituyó una plataforma y una oportunidad para que numerosos líderes juveniles de todo el orbe interactuaran con las autoridades de las Naciones Unidas y propusieran opiniones respecto a cómo solucionar las cuestiones climáticas, a fin de que sus preocupaciones tengan cabida en los procesos de decisión y adopción de políticas.

Esta cumbre «Más allá de la COVID-19» que propongo podría aprovechar plataformas virtuales para acoger la participación de muchos más jóvenes representantes de diversos sectores; entre ellos, los refugiados, los que se debaten con la pobreza y los que viven en zonas de conflictos. Un encuentro de esta índole daría a la juventud la posibilidad de intercambiar libremente sus esperanzas y puntos de vista con funcionarios de las Naciones Unidas y líderes nacionales.

Muchos de los que participaron en los diálogos de la campaña ONU75, antes mencionada, consideraron necesario reformar las Naciones Unidas para fortalecer más la colaboración con la sociedad civil y ampliar la intervención de las mujeres y de los jóvenes en los procesos de toma de decisiones del organismo. De las varias sugerencias detalladas en el Reporte ONU75, quisiera destacar especialmente la de establecer un consejo juvenil de la ONU con la función de transmitir a los líderes del organismo ideas y sugerencias fundadas en las perspectivas de los jóvenes.

En mi propuesta de paz de 2006 sobre la reforma de la ONU, expresé mi firme convicción en la importancia de promover activamente la voz y el compromiso de los jóvenes con respecto al organismo. Citando a Arquímedes, señalé que, si se daba a la juventud «un punto de apoyo», podría impulsar enormemente el potencial de la institución. Además, en mi propuesta de 2009, insté a crear un organismo dedicado a la visión global dentro de la Secretaría de la ONU, que ayudara a identificar su rumbo futuro y a enfocar la acción hacia ese propósito. Es crucial que las Naciones Unidas, además de reaccionar ante los problemas inmediatos, reflejen mejor las opiniones e ideas de las mujeres y de la juventud a la hora de desarrollar estrategias e iniciativas orientadas al futuro.

Un consejo de jóvenes dentro de la ONU ayudaría a mantener y regularizar ese tipo de aportación de manera sostenida, como antes se planteó. Asimismo, celebrar una cumbre juvenil dedicada a la acción frente a la COVID-19, siguiendo el precedente de la Cumbre de la Juventud sobre el Clima, abriría caminos hacia la creación de dicho consejo como órgano permanente. Mi firme parecer es que la integración activa de los jóvenes, de este modo, aportaría vitalidad e ideas nuevas a la organización y fortalecería una gobernanza global centrada en la ONU en beneficio de los pueblos del mundo.

El TPAN, un punto de inflexión en la historia humana

El segundo eje de interés sobre el cual quisiera presentar propuestas concretas se refiere a la prohibición y la abolición de las armas nucleares.

El 22 de enero de 2021, finalmente, entró en vigor el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN) que tanto anhelaba la sociedad civil. Este instrumento jurídico proscribe de manera integral dichos armamentos, ya que no solo prohíbe todas las pruebas y desarrollos, sino incluso su producción, almacenamiento y uso o amenaza de empleo. Hasta la fecha, ha sido firmado por ochenta y seis países, y ratificado por cincuenta y dos.

A partir de los precedentes establecidos por la Convención sobre las Armas Biológicas y la Convención sobre las Armas Químicas, que vedan tales arsenales, la puesta en vigencia del TPAN marca el inicio de una época en que, por medio de un instrumento jurídico vinculante, se decreta inaceptable la existencia continua de armas nucleares sobre la Tierra.

En octubre pasado, Setsuko Thurlow, una hibakusha que ha colaborado con la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN) reclamando la entrada en vigor del tratado, comentó su satisfacción al saber que el TPAN había alcanzado las condiciones necesarias para su aplicación efectiva. Dado que he dedicado mi existencia a luchar por un mundo sin armas nucleares, sus palabras me conmovieron hondamente:

¡Esto señala, de verdad, el inicio del fin para las armas nucleares! Cuando supe que habíamos llegado a la quincuagésima ratificación, no pude sostenerme en pie. Sentada en una silla, dejé caer la cabeza entre las manos y me eché a llorar de alegría [...]. Siento con tremenda claridad la proeza y la victoria que hemos logrado. Me siento embargada de satisfacción y de gratitud. Sé de otros sobrevivientes que albergan emociones muy similares, no solo víctimas de los bombardeos de Hiroshima y de Nagasaki, sino también de ensayos nucleares detonados en los atolones del Pacífico sur, Kazajistán, Australia y Argelia, o supervivientes de la extracción en las minas de uranio en Canadá, los Estados Unidos o el Congo.[47]

Como observa la señora Thurlow, la población del mundo entero ha sufrido a causa del desarrollo y las pruebas de armas atómicas en los más de 75 años de la era nuclear. En los términos del TPAN, la existencia de las armas nucleares, en sí misma, representa un gravísimo peligro para la humanidad, y las consecuencias catastróficas que resultarían de su uso y de cualquier intercambio nuclear a la postre serían, en verdad, imponderables. El daño irreversible causado al planeta iría mucho más allá de la destrucción masiva; en un instante, todo volvería a la nada y cesaría de existir —hasta la última vida preciada, hasta la última comunidad, hasta la última actividad social; la totalidad de la historia humana y la civilización—, todo sería cruelmente despojado de sentido. A algo capaz de perpetrar semejante tragedia solo le cabe la calificación de «mal absoluto».

Mi maestro Josei Toda, el segundo presidente de la Soka Gakkai, dio a conocer su proclama para la abolición de las armas nucleares en 1957, en momentos en que cada rincón del planeta quedaba a distancia de tiro de un ataque nuclear, como resultado de la acelerada carrera armamentista. Decidido a confrontar y rebatir la lógica falaz que justificaba la posesión de armas nucleares, enunció así su intención: «Quiero exponer y arrancar de cuajo las garras que se ocultan en lo profundo de las armas nucleares».[48] Fue más lejos aún de declarar inaceptable, en cualquier circunstancia, el empleo de estos armamentos; por medio de un lenguaje deliberadamente provocador, quiso recalcar que sería imposible proteger el derecho a vivir de todos los pueblos del mundo sin primero dejar en evidencia la verdadera naturaleza de mal absoluto que subyacía a la acumulación de armas nucleares.

Como señala el preámbulo del TPAN, la base de este acuerdo es la conciencia imperiosa de garantizar «la seguridad de toda la humanidad». El propósito central del tratado, que normativiza la prohibición total de las armas nucleares en el derecho internacional, yace en proteger el derecho a existir de todos los habitantes que coexisten en el planeta —ya sea que pertenezcan a Estados poseedores de esas armas, no poseedores o dependientes— y en asegurar la supervivencia de las generaciones futuras.

El apoyo al TPAN no ha cesado de crecer; incluso una vez alcanzadas las cincuenta ratificaciones necesarias para su entrada en vigor, dieciséis Estados más expresaron su intención de sumarse en ocasión de celebrarse, el año pasado, la sesión de la (primera) Comisión sobre Desarme y Seguridad Internacional de la Asamblea General de la ONU.[49]

Ahora, el foco de atención es el primer encuentro de los Estados Partes en el TPAN, que, de acuerdo con sus artículos, debe llevarse a cabo dentro de los doce meses siguientes a su entrada en vigencia. El paso posterior será asegurar un amplio consenso que priorice la «seguridad de toda la humanidad» e incrementar sustancialmente el número de países que firmen y ratifiquen el tratado. Ya que todas las naciones están invitadas a participar, incluso las que aún no son Estados Partes, la cuestión será cómo involucrar en las deliberaciones a la mayor cantidad posible de Estados poseedores de armas nucleares o dependientes de esta tecnología. El reto que se nos presenta es forjar una vigorosa solidaridad que ponga fin a la era de las armas nucleares.

El Reporte ONU75 que antes cité también refleja de manera inconfundible el apoyo cada vez más firme de parte de la opinión pública global a la creación de este tipo de respuesta solidaria. Allí se cita una lista de diez prioridades para el futuro, entre las cuales se mencionan el fuerte impulso a la entrada en vigencia del TPAN, el veto a las armas robóticas y a otros Sistemas de Armas Autónomos Letales (SAAL).[50] Además, de acuerdo con una encuesta a la generación Y o milenial de dieciséis países y territorios, encargada por el Comité Internacional de la Cruz Roja, el 84 % de los participantes opinó que el uso de armas nucleares en guerras o conflictos «no era admisible en ningún caso». Lo notable es el apoyo rotundo a esta respuesta en los jóvenes de la generación del milenio residentes en Estados poseedores de armas nucleares.[51]

Por ser la única nación del mundo que ha sufrido un ataque nuclear en tiempos de guerra, el Japón debe anunciar su intención de asistir a la primera reunión de los Estados Partes en el TPAN y, de ese modo, despejar el camino para que se sumen otros países dependientes de armamento nuclear e intervengan activamente en las deliberaciones. Sobre esta base, el Japón debería abogar por una pronta ratificación. En vista de su historia y del espíritu que sustenta el tratado —proteger el derecho a vivir de todos los pueblos con quienes compartimos la vida sobre el planeta y asegurar la supervivencia de las generaciones futuras—, está en posición de dar un claro mensaje al mundo. De esa manera, el Japón puede hacer una aportación notable, asegurando que las rondas de diálogo conduzcan a un resultado constructivo.

El TPAN estipula que, además de examinar el estado de ratificación e implementación, y de deliberar sobre estos temas, la reunión de los Estados Partes puede considerar «cualquier otra cuestión de conformidad y en consonancia con las disposiciones del presente Tratado».[52] A partir de ello, propongo que, durante el primer cónclave de Estados Partes se celebre paralelamente un foro de debate sobre la relación entre las armas nucleares y los ODS.

El tema de las armas nucleares no solo es fundamental para el establecimiento de la paz mundial; como se desprende del preámbulo del tratado, tiene graves implicaciones en muchas áreas de interés, como los derechos humanos y las cuestiones humanitarias, el medio ambiente y el desarrollo, la economía global y la seguridad alimentaria, la salud y la igualdad de género. Ya que cada uno de estos ejes representa un aspecto fundamental de los ODS, la relación entre las armas nucleares y los Objetivos de Desarrollo Sostenible puede plantearse como un problema que compete a todas las naciones, además de servir como ímpetu para involucrar a la mayor cantidad posible de países poseedores y dependientes de las armas nucleares en los debates de los Estados Partes.

La intensidad de las prolongadas tensiones que caracterizaron el orden bipolar del mundo después de la Segunda Guerra Mundial hizo que la amenaza de las armas nucleares se naturalizara como un estado de hecho, hasta tal punto que hoy, a treinta años de haber superado la Guerra Fría, sigue prevaleciendo la tendencia a ver esta cuestión como una realidad inevitable. Aun reconociendo que la seguridad nacional sea una prioridad para cada Estado, ¿hasta dónde es cierto que seguir dependiendo de las armas nucleares es el único medio para asegurarla? Creo que debatir este tema entendiendo la importancia de lograr cada uno de los ODS ofrecería una valiosa oportunidad para que tanto las naciones poseedoras de arsenales nucleares como los países que dependen de ellas revisen sus posiciones actuales.

Esto adquiere mayor relevancia aún en estos momentos en que la pandemia del coronavirus ejerce presión sobre los sistemas nacionales de salud pública y debilita las economías del mundo, con pronósticos que solo auguran una recuperación después de varios años de esfuerzo. Estoy convencido de que hemos llegado a una instancia crucial en que los Estados necesitan reconsiderar con seriedad el mérito de seguir destinando enormes sumas de dinero al sector militar en busca de una seguridad que dependa de la posesión de armas nucleares.

La mitología griega cuenta la historia del rey Midas, que adquiere la facultad de convertir en oro todo lo que toque. Sin embargo, a poco de hacer realidad este deseo, Midas descubre que ese poder mágico transforma en oro incluso la comida y el agua, imprescindibles para la supervivencia humana, haciendo que pierdan toda su utilidad. Finalmente, elige renunciar a su «don». Hoy, cuando la humanidad tiene por delante no solo la pandemia del coronavirus sino el problema del cambio climático, cada país necesita reevaluar de manera perentoria las consecuencias de las armas nucleares para todos los pueblos del orbe. Confío en que esto quedará debidamente puesto de relieve en una ronda de diálogo sobre la relación entre estas armas y los ODS, lo cual será a su vez imprescindible para crear un mundo en el cual todos deseamos vivir.

Más que ninguna otra cosa, lo que obrará como una poderosa fuerza para ampliar el respaldo global al TPAN serán las voces unidas de la sociedad civil. En mi propuesta del año pasado, además de plantear la participación de observadores de la sociedad civil en la primera reunión de los Estados Partes en el TPAN, sugerí también celebrar en forma paralela un foro de los pueblos por un mundo sin armas nucleares, como seguimiento de ese primer cónclave, donde convergieran los hibakusha del mundo, los municipios que apoyan el TPAN y representantes de la sociedad civil. Estas dos proposiciones servirían para amplificar las voces de las organizaciones ciudadanas y ayudarían a situar el TPAN como pilar de las iniciativas de desarme del siglo xxi, además de ser un punto focal que concentre la energía popular para transformar la historia humana.

Ahora que el TPAN ya ha entrado en vigor, ¿será posible que las naciones del mundo se unan para eliminar la amenaza planetaria que representan las armas nucleares?

Situados en esta encrucijada histórica, quisiera considerar el ejemplo del profesor Joseph Rotblat (1908-2005), quien presidió durante mucho tiempo las Conferencias Pugwash sobre Ciencia y Asuntos Mundiales, y cuya historia de vida puede ofrecernos una guía para lograr el cambio de paradigma que tanto se necesita.

De los muchos científicos que intervinieron en el Proyecto Manhattan —programa encabezado por los Estados Unidos para desarrollar la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial—, el profesor Rotblat fue el único que decidió apartarse del equipo antes de su conclusión. Varios años antes de sumarse al proyecto, había emigrado de Polonia a Gran Bretaña para continuar allí sus investigaciones, pero cuando la Alemania nazi invadió su tierra natal, se vio separado de su esposa. Le propusieron participar en el Proyecto Manhattan como miembro de la delegación británica y aceptó ir a los Estados Unidos, aun tironeado por un dilema entre su conciencia y el deseo de impedir que los nazis desarrollaran y utilizaran una bomba atómica.

En el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México, su oficina estaba al lado de la de Edward Teller (1908-2003), a quien luego se reconocería como el padre de la bomba de hidrógeno. Un día, el general militar a cargo del Proyecto Manhattan le dijo que el principal objetivo de construir la bomba atómica no era adelantarse a los planes de desarrollo nazis para desmoralizarlos, sino imponerse a la Unión Soviética.[53]

En un diálogo que mantuvimos muchos años después, el profesor Rotblat recordó su profundo estupor al escuchar esa revelación: «Comencé a sentir que estaba en Los Álamos por razones equivocadas. Sentí como si el suelo se desmoronara bajo mis pies».[54] Presentó entonces una solicitud para ser eximido de su participación en ese proyecto altamente confidencial y, pese a que fue sometido a toda clase de presiones para que no insistiera en renunciar, volvió a Gran Bretaña por sus propios medios. Trágicamente, supo que su amada esposa había fallecido víctima del Holocausto.

El 6 de agosto de 1945, cuando escuchó en una transmisión radial la noticia del bombardeo atómico de Hiroshima, decidió dedicar el resto de su vida a trabajar para que nunca más se repitiera esa tragedia en la historia. En 1946, organizó la Asociación Británica de Científicos Atómicos, con el fin de hacer campañas contra el uso de las armas nucleares. Y, para crear conciencia pública sobre el peligro de estos armamentos, ayudó a patrocinar una exhibición itinerante montada en vagones de tren que viajó por las islas británicas, Europa y Medio Oriente. Cambió su campo de estudios académicos y se enfocó en el uso terapéutico de la radiación, deseoso de ver que sus investigaciones se utilizaran para salvar vidas. Hasta la fecha, sus primeros trabajos sobre el elemento radioactivo cobalto-60 siguen aplicándose al tratamiento de tumores malignos.

En 1954, se llevó a cabo un ensayo con una bomba de hidrógeno en el atolón Bikini que, al ser detonada, expuso a la lluvia radioactiva a la población local y a los tripulantes del pesquero japonés Daigo Fukuryu Maru (Dragón de la Suerte N.° 5). Este incidente motivó una reunión entre el profesor Rotblat y el filósofo Bertrand Russell (1872-1970). El profesor Rotblat, además, fue uno de los firmantes del Manifiesto Russell-Einstein, en 1955, y dos años después, cofundador de las Conferencias Pugwash sobre Ciencia y Asuntos Mundiales, en las cuales continuó cumpliendo un papel central hasta su muerte, en 2005. La suya fue una vida de trabajo dedicada a la prohibición y a la abolición de las armas nucleares.

Sus palabras respecto a la realidad de la teoría de la disuasión nuclear, expresadas cuando él y las Conferencias Pugwash recibieron conjuntamente el Premio Nobel de la Paz en 1995, siguen siendo hoy tan relevantes como en aquel momento:

Las armas nucleares hoy se esgrimen como una suerte de cobertura frente a peligros indeterminados. Esta política es una mera prolongación inercial de la era de la Guerra Fría. […] En lo que respecta a la afirmación de que las armas nucleares impiden las guerras, ¿cuántos enfrentamientos más hacen falta para rebatir este argumento?[55]

En nuestro diálogo, el profesor Rotblat y yo mencionamos que el móvil inicial que se planteó para desarrollar las armas nucleares fue la necesidad de frenar a la Alemania nazi, aunque luego su posesión y expansión competitiva se fue justificando con razones y teorías estratégicas cada vez más diversas. Llegamos a la conclusión de que dichos armamentos no seguían existiendo porque fuesen necesarios; en cambio, se volvía necesario buscar argumentos constantes para justificar su existencia.[56]

Mientras los Estados continuaran acopiando armas nucleares, invocando la amenaza de «peligros indeterminados», el riesgo real que representaban estos arsenales para nuestro planeta continuaría prolongándose indefinidamente en el futuro. En contraste con ello, el TPAN reconoce el objetivo de eliminar «los riesgos que plantea el hecho de que sigan existiendo armas nucleares»[57] y establece un camino para que las naciones avancen juntas hacia la erradicación de dicha amenaza.

En su labor tendiente a abolir las armas nucleares, las Conferencias Pugwash vieron sus primeros éxitos con la entrada en vigor del Tratado de Prohibición Parcial de los Ensayos Nucleares de 1963, un año después de la crisis de los misiles en Cuba. Aunque dicho instrumento prohibía las explosiones atómicas en la atmósfera, el espacio exterior y el agua, no restringía las detonaciones subterráneas. Este antecedente, a su vez, condujo tres décadas más tarde, en 1996, a la aprobación del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (TPCEN), que veta todas las pruebas de índole nuclear.

Aunque el TPCEN todavía no ha entrado en vigencia, cuenta con la firma de 184 Estados y, a través de la Comisión Preparatoria de la Organización del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTBTO, por sus siglas en inglés), dispone de un régimen de verificación que asegura que no se puedan llevar a cabo detonaciones nucleares en ninguna parte del planeta sin ser detectadas. Dicho sistema ayuda a impedir el surgimiento de «peligros indeterminados» como los que habían motivado la advertencia del profesor Rotblat. Por otro lado, dado que la mencionada Comisión Preparatoria cuenta con los recursos de recopilación de datos de sus estaciones de vigilancia en todo el mundo, puede ayudar a proteger la vida de todos los pueblos del orbe, emitiendo, por ejemplo, alertas tempranas de desastres o detectando accidentes nucleares en plantas energéticas.

De manera similar, el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) presentó, en marzo de 2020, un programa que aplica tecnologías de origen nuclear a la elaboración de pruebas diagnósticas de COVID-19, del cual son beneficiarios unos 120 países del mundo.[58] El OIEA ya ha asistido a numerosas naciones a lo largo de su historia, con el suministro de elementos para el tratamiento del cáncer o de pruebas rápidas de detección de epidemias como las del Ébola o el Zika. Su director general, Rafael Mariano Grossi, ha dicho con respecto a este programa: «El OIEA nunca le ha fallado ni le fallará a ningún pueblo que recurra al organismo solicitando ayuda en momentos de crisis».[59] Estas actividades tienen mucho en común con el compromiso que el profesor Rotblat mantuvo hasta el final de sus días para salvar vidas por medio del activismo y de la investigación científica.

Si el mundo actual necesita de una fuerza disuasoria, ciertamente no es la de las armas nucleares. Antes bien, es el poder de la acción colectiva y de la solidaridad, ejercidas más allá de las fronteras nacionales, ante la convergencia de crisis como las del coronavirus y el cambio climático, y de los estragos que causan en las economías.

Por otro lado, la actitud de la comunidad internacional hacia las armas biológicas y químicas cambió de manera drástica cuando entraron en vigor los dos tratados que las prohíben. A partir de entonces, los países comenzaron a destruir las que poseían de manera tal que, hasta la fecha, se han eliminado del planeta más del 90 % de las existencias declaradas como armas químicas.[60] Tal vez un cambio similar de postura hacia los armamentos nucleares no se produzca de manera tan inmediata en los Estados poseedores o dependientes de estas armas, pero no será como iniciar un proceso desde cero.

Entre 2013 y 2014 se celebraron tres conferencias internacionales sobre las consecuencias humanitarias de la utilización de arsenales nucleares. En cada oportunidad, se registró un incremento en el número de Estados participantes, incluso de países dependientes; en la tercera de las conferencias, los Estados Unidos y el Reino Unido se contaron entre los 158 países representantes que asistieron.[61]

De las varias conclusiones a que dieron lugar estos encuentros, quisiera destacar los siguientes tres puntos que considero particularmente importantes:

  1. El impacto de una detonación nuclear no podría circunscribirse dentro de ninguna frontera nacional; causaría efectos devastadores a largo plazo, que amenazarían la supervivencia de todo el género humano.
  2. Es altamente improbable que un Estado u organismo internacional —cualquiera sea— pueda responder adecuadamente ante la emergencia humanitaria inmediata resultante de una detonación nuclear.
  3. Los efectos indirectos de una detonación nuclear se concentrarían en los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad.

Aunque las amenazas difieren en su naturaleza, las consecuencias del cambio climático y de la pandemia del coronavirus se asemejan a las de las armas nucleares en los sentidos que acabo de señalar. Los efectos devastadores que la COVID-19 ha tenido en el mundo deberían hacer entender a todos los Estados —incluso a los poseedores o dependientes de armas nucleares— la importancia insoslayable de erradicar la amenaza que estos armamentos representan, en cuanto son capaces de causar estragos de magnitud realmente inimaginable.

Tanto el Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP), vigente desde 1970, como el TPAN, que acaba de entrar en vigor este mes, abrigan el propósito de erradicar el grave peligro de estas armas, que se ha mantenido constante desde la Guerra Fría. El TNP invita a los países firmantes a tomar todos los recaudos posibles a fin de evitar el riesgo de una guerra nuclear[62] y de impedir la devastación que ello ocasionaría a toda la humanidad. Ambos instrumentos jurídicos se complementan entre sí y proveen una doble base para iniciar gestiones globales orientadas a dejar atrás las políticas nacionales de seguridad dependientes de las armas nucleares.

Aquí también quisiera dirigir dos propuestas a la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del TNP que se realizará en agosto de este año; en primer lugar, que se celebre un debate sobre el verdadero significado de la seguridad en contextos de crisis como los que representan el cambio climático y las pandemias; en segundo lugar, que el documento final incluya el compromiso de no utilizar armas nucleares y de suspender por completo el desarrollo de estos arsenales en el tiempo que media hasta la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del TNP en el 2025.

La mencionada Conferencia, en principio programada para el 2020, debió postergarse a raíz de la pandemia. Exhorto a los participantes a que, cuando la reunión finalmente pueda llevarse a cabo, reflexionen sobre las necesidades reales en materia de seguridad y de protección que los pueblos del mundo han venido planteando durante este último año, y consideren seriamente si la posesión y el desarrollo de armas nucleares como «cobertura frente a peligros indeterminados» es, realmente, compatible con el espíritu del TNP.

En 1958, en el marco de una acelerada carrera armamentista que fue el signo de la Guerra Fría, los Estados Unidos elaboraron un proyecto secreto para detonar una bomba termonuclear sobre la superficie de la Luna. Su propósito era provocar una intensa emisión de luz que se viera claramente desde la Tierra, para demostrar a la Unión Soviética su supremacía militar. Por fortuna, el proyecto fue abortado, lo cual significó la protección de la Luna.[63] La idea de utilizar incluso a esta última con fines de intimidación nuclear se pergeñó en el mismo momento en que, aquí en la Tierra, los Estados Unidos y la Unión Soviética colaboraban en el desarrollo de una vacuna para contener la epidemia de la poliomielitis.

Hoy, cuando se pronostica que al mundo le llevará años recuperarse por completo de los daños causados por la pandemia, los Gobiernos deberían aprender de esta lección histórica y reconsiderar con seriedad el valor de seguir modernizando sus arsenales nucleares.

En la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del TNP que se llevará a cabo en agosto de 2021, exhorto enfáticamente a los Estados a iniciar, lo antes posible, negociaciones multilaterales de buena fe orientadas al desarme nuclear, tomando como base los compromisos de no utilizar estas armas y de paralizar su desarrollo. Ello les permitiría cumplir con sus obligaciones de desarme, en virtud de lo que dispone el artículo VI del TNP, además de asegurar progresos sustanciales antes de la próxima Conferencia Encargada del Examen, en 2025.

El TPAN incluye un mecanismo que permite a otros países con armas nucleares sumarse al Tratado en calidad de Estados Partes, una vez presentado un plan tendiente a eliminar tales armamentos. Esta incorporación al TPAN de países con armas nucleares o dependientes de ellas podría articularse, bajo el régimen del TNP, emprendiendo negociaciones multilaterales sobre desarme nuclear sustentadas en el compromiso de no utilizar ni continuar con el desarrollo de dichos dispositivos nucleares. Exhorto a vincular los procedimientos de ambos tratados, de manera tal que, finalmente, empecemos a recorrer el camino hacia el fin de la era nuclear.

Reconstruir la vida en el mundo después de la COVID-19

El tercer eje en torno al cual me gustaría elevar propuestas es la reconstrucción de las economías y de la vida colectiva después del desarreglo que ha significado la crisis del coronavirus. De tanto en tanto, la economía global se ve golpeada por graves recesiones, desencadenadas por factores como la inestabilidad monetaria, las fluctuaciones en los precios energéticos o las crisis financieras. Sin embargo, el detrimento que está causando la pandemia actual supera con creces el daño ocasionado por estas recesiones previas. De acuerdo con el Banco Mundial, la economía global está experimentando su peor contracción desde finales de la Segunda Guerra Mundial.[64] En la mayoría de los sectores, las empresas han registrado abruptas pérdidas, que se han traducido en despidos masivos y en una importante caída en los ingresos de los hogares.

La actual crisis económica es de tal gravedad que, en estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la pandemia del coronavirus «ha dado una estocada contundente a la capacidad de ganar el sustento de casi 1600 millones de trabajadores de la economía informal»,[65] en torno a casi la mitad de la fuerza laboral del mundo. En respuesta, algunos Gobiernos han adoptado medidas de emergencia para apuntalar el ingreso, entre ellas transferencias de efectivo, en un esfuerzo por aliviar el golpe que sufren sus habitantes. En la más reciente Reunión de los Ministros de Trabajo y Empleo del G20, celebrada en septiembre del año pasado, los participantes opinaron que la pandemia había «reforzado la necesidad de implementar fuertes sistemas de protección social para apoyar a los trabajadores y a sus familias».[66]

Los sistemas de protección social son paquetes de medidas que aseguran de manera permanente una cobertura de asistencia social a las personas que afrontan dificultades económicas debido a impedimentos de salud, pérdida de trabajo u otras circunstancias imprevistas. El derecho a gozar de seguridad social está consagrado en numerosos instrumentos jurídicos; entre ellos, la Declaración Universal de Derechos Humanos.[67] En respuesta a la crisis financiera global que estalló en 2008 y afectó a una enorme cantidad de personas en áreas como el empleo, la atención de salud y la educación, la ONU puso en marcha en 2009 la iniciativa del Piso de Protección Social (PPS), para apuntalar las bases de manutención de la gente.

En mi propuesta de paz de 2013, me pronuncié claramente en favor de este programa, recalcando que las condiciones laborales que afrontaban los jóvenes en ese momento eran especialmente severas. Siempre he creído que una sociedad que priva a los jóvenes de esperanza no tiene forma de alcanzar la sostenibilidad ni de construir una cultura de derechos humanos. Por lo tanto, propuse incorporar a los ODS —en ese entonces, objeto de debate en el seno de la ONU— la meta de activar un piso de protección social en todos los países, para asegurar que la población sujeta a la pobreza extrema pudiera recuperar aun mínimamente su sentido de la dignidad.

Aunque en los ODS se agregaron contenidos similares,[68] la magnitud de la actual crisis económica resultante de la pandemia —mucho más grave que el desastre financiero del 2008-2009— ha arrojado a millones de personas a la devastación financiera, incluso a muchas que, hasta entonces, gozaban de una vida estable. Esto ha puesto en primer plano la imperiosa necesidad de fortalecer el acceso a los sistemas de protección social, objetivo también apoyado por los treinta y siete países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).[69]

La declaración de la OCDE titulada «Apoyar los medios de vida durante la crisis de la COVID-19: Cerrar las brechas en las redes de seguridad», emitida en mayo del año pasado, señala que esta prolongada dificultad está obligando a los trabajadores a gastar sus ahorros, poniendo en riesgo su bienestar actual y futuro. Además, dice:

La escala sin precedentes de esta crisis significa que no estamos solo ante un reto a corto plazo, sino que en los meses e incluso en los años próximos, tendremos que hacer esfuerzos constantes en materia de políticas. Hará falta considerar atentamente cómo hacer para que tales programas sean lo más efectivos y sostenibles que sea posible.[70]

En 1948, se fundó la predecesora de la OCDE, con el propósito de supervisar el Plan Marshall, un programa estadounidense para suministrar ayuda a los países europeos devastados por la Segunda Guerra Mundial. Hoy, se suele reconocer a la OCDE como el grupo de expertos (think tank) más grande del mundo, donde convergen especialistas y técnicos de todo el orbe para mejorar los estándares internacionales; entre ellos, los procesos de revisión de políticas nacionales a cargo de pares.[71] Recientemente, a partir de su énfasis en asegurar la implementación de sus propuestas en materia de políticas, la agrupación ha empezado a posicionarse como un comité de expertos que «piensa y hace» (think and do tank).[72]

Con esto en mente, espero que los integrantes de la OCDE lideren las iniciativas para cumplir, en el marco de los ODS, todas las metas orientadas a garantizar medidas universales de protección social. También confío en que trabajen juntos para establecer y poner en marcha estándares globales en materia de acción social que permitan reconstruir la vida de la gente y las economías devastadas por la crisis del coronavirus. Un camino posible podría ser el desarrollo de nuevas industrias y la creación de oportunidades de empleo por medio de un giro hacia la economía verde, reduciendo el gasto militar y destinando estos recursos ahorrados a fortalecer los sistemas de protección social.

Además, los miembros de la OCDE pueden asumir un papel fundamental a la hora de implementar políticas de alto alcance que refuercen la resiliencia comunitaria. Ejemplo de ello sería dar respuestas a la crisis climática que permitieran construir la sostenibilidad regional, promover la reducción del riesgo de desastres y la conservación ecológica, apoyar los sistemas de cobertura universal de salud y mejorar las condiciones laborales de los trabajadores dedicados al cuidado y a la asistencia sanitaria, como los profesionales de la enfermería. Si cito estas áreas estratégicas convergentes es porque vivimos en una época que nos exige adoptar, en forma simultánea e integral, «análisis de riesgos múltiples» ante toda suerte de amenazas y desafíos, con una comprensión cabal de la naturaleza sistémica de los peligros, tal como propone la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR, por sus siglas en inglés).[73]

La Cumbre de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica celebrada en septiembre pasado confirmó que, si persiste el actual deterioro del clima y de los ecosistemas globales, es probable que surjan nuevas enfermedades virales o transmisibles.[74] Podemos transformar los círculos viciosos de causas y consecuencias negativas en ciclos virtuosos, si en la búsqueda de soluciones adoptamos un enfoque integral de riesgos múltiples. Por citar algunos casos, las gestiones para paliar el cambio climático pueden reforzar las medidas de prevención contra el brote de enfermedades contagiosas, y esto, a su vez, puede incrementar la resiliencia ante desastres. Del mismo modo, fortalecer la prevención de desastres y las medidas de reducción de riesgos, así como promover la conservación ecológica, ayudará a responder a los problemas del cambio climático. Estos son apenas unos ejemplos de lo mucho que puede hacerse para transformar la convergencia de dificultades en una cascada de cambios positivos.

Para reconstruir la vida y las economías en el mundo después de la COVID-19, necesitamos elevar prioritariamente los pisos de protección social y construir resiliencia en múltiples dimensiones. Los países deben trabajar juntos para crear una sociedad global donde cada habitante pueda vivir con tranquilidad y en condiciones seguras.

En vez de tratar cada situación de crisis en forma aislada, los enfoques integrales ofrecen una plataforma común desde la cual desarrollar nuevas posibilidades futuras. En la Cumbre de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica, el secretario general Guterres identificó las siguientes prioridades:

En primer lugar, los planes amplios de desarrollo y de recuperación de la COVID-19 deben incluir e incorporar soluciones basadas en la naturaleza. La conservación de la biodiversidad planetaria puede generar el crecimiento económico y de fuentes de trabajo que el mundo de hoy requiere urgentemente. El Foro Económico Mundial señala que las oportunidades de negocios emergentes en torno a la naturaleza podrían crear 191 millones puestos de trabajo para el 2030. La Gran Muralla Verde, en África, ha creado por sí sola 335 000 empleos.[75]

La Gran Muralla Verde es un proyecto panafricano gestado con el objetivo de desarrollar un cinturón de vegetación de unos 15 kilómetros de ancho y 8000 kilómetros de longitud a través de la región del Sahel, en el extremo meridional del desierto del Sahara. Dicha formación forestal permite regenerar especies vegetales autóctonas y cultivar terrenos agrícolas intercalados. El proyecto, que la Unión Africana comenzó a implementar en 2007, ha logrado restaurar 20 millones de hectáreas de tierra degradada.[76] Algunos beneficios clave de este movimiento han sido la creación de empleos verdes en sectores como el cultivo forestal y la agricultura; el mejoramiento de la insuficiencia alimentaria crónica debida a la desertificación, y el logro de mayor estabilidad en las condiciones de vida y de salud de la población.[77] Se espera que el proyecto Gran Muralla Verde, que contribuye a quince de los diecisiete ODS,[78] incremente la resiliencia en el Sahel y evolucione como una iniciativa de desarrollo económico que beneficie a todos los pueblos de la región.

Con la aspiración de construir la estructura viviente más grande del mundo, que, en 2030, llegaría a abarcar cien millones de hectáreas, las naciones africanas participantes en esta iniciativa están redoblando sus esfuerzos para alcanzar diversas metas interrelacionadas, como la recuperación económica posterior a la pandemia, el logro de los ODS y el cumplimiento de las metas del Acuerdo de París para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Esta tarea monumental se sustenta en la convicción de que trabajar respetando la naturaleza, incluso en lugares complejos como el Sahel, permite superar dificultades y construir un mundo mejor en bien del futuro.

Del mismo modo, los Estados miembros de la OCDE y otros países también podrían emprender ambiciosos proyectos en sus planes para superar la crisis del coronavirus. Según los pronósticos del Foro Económico Mundial, las oportunidades de negocio vinculadas a la transición hacia sistemas socioeconómicos que respetan la naturaleza podrían dar lugar a la creación de unos 400 millones de nuevos puestos de trabajo en el 2030. Esta cifra incluye 191 millones de empleos que podrían crearse tan solo en áreas como la alimentación y el uso de la tierra, y en transiciones como el desarrollo de infraestructuras eficientes en materia de aprovechamiento de recursos y la ampliación en el uso de energías renovables.[79] Sería un avance sumamente positivo que los integrantes de la OCDE extendieran su colaboración con socios clave como el Brasil, la China, la India, Indonesia y Sudáfrica, a fin de reconstruir la economía mundial y garantizar una vida segura para todos.

La pandemia del coronavirus representa un gran obstáculo en este Decenio de las Naciones Unidas de Acción para Cumplir los ODS, iniciado el año pasado. Sin embargo, creo firmemente que el ser humano tiene la capacidad de convertir los problemas en una energía creadora de valor positivo. Prueba de ello es el caso del pueblo africano, que se ha unido en un esfuerzo mancomunado para sanear la tierra degradada y adornar el planeta con una nueva y vasta franja vegetal.

La palabra «Soka», que significa «creación de valor», simboliza el compromiso de la Soka Gakkai por construir una sociedad cuyo principio orientador sea el establecimiento de la felicidad propia y de los semejantes, poniendo en juego al máximo esta capacidad creadora en cada persona.

El primer presidente de dicha institución, Tsunesaburo Makiguchi (1871-1944), describió el dinamismo de la creación de valor comparándolo con una «flor de loto que se abre en el agua estancada», imagen que hallamos en el Sutra del loto.[80] La flor de loto es pura y fragante, y no se deja contaminar por la impureza del agua turbia donde crece. La analogía sugiere que, por confusa y caótica que sea la época, siempre podemos negarnos a dejar que nos arrastre y seguir siendo fieles a nosotros mismos. El poder ilimitado de la creación de valor, intrínseco a la vida, permite a cada persona convertir sus circunstancias en un campo de trabajo en el cual protagonizar su misión única, transmitiendo esperanza y seguridad a todos los que la rodean.

El término japonés soka surgió en 1930, durante un diálogo entre Tsunesaburo Makiguchi —el maestro— y Josei Toda —su discípulo—. Desde sus inicios, bajo el liderazgo de estos dos presidentes fundadores, la Soka Gakkai ha desarrollado un movimiento popular dedicado a la felicidad de uno mismo y de los demás, hoy presente en 192 países y territorios. Nuestro centenario, en 2030, coincidirá con la meta final del Decenio de las Naciones Unidas de Acción para cumplir los ODS.

Sustentada en la red de alianzas colaborativas que nuestra organización ha creado hasta hoy como integrante de la sociedad civil, la SGI está comprometida a trabajar sin reservas, de hoy al 2030, con ciudadanos y organismos de pensamientos afines, para acelerar el cumplimiento de los ODS y edificar una sociedad global de paz y de valores humanos.

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