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Una lección viviente de humanismo (Universidad Tribhuvan, Nepal, 1995)

[IKEDA, Daisaku: El nuevo humanismo, España, IEDDAI-Instituto Ikeda / Ediciones Civilización Global, 2020, págs. 182-193. Disertación pronunciada en la Universidad Tribhuvan, Katmandú, Nepal, el 2 de noviembre de 1995].

Recibo con inmenso honor y profunda alegría esta oportunidad de disertar frente a los alumnos y profesores de la Universidad Tribhuvan, en la hermosa tierra del Nepal, cuna del buda Gautama.1 Quisiera que mi gratitud se hiciera extensiva a todos.

Dado que esta ceremonia coincide con un solemne acto de graduación universitaria, también deseo felicitar de todo corazón a todos los que, hoy, se gradúan de esta casa de estudios superiores, una de las instituciones educativas más respetadas de Asia. Me emocionó hondamente escuchar los votos solemnes y profundos de los estudiantes en esta ceremonia. Mi alma se enciende de ilimitada esperanza cuando vislumbro la imagen de estos jóvenes en el futuro, escalando las cumbres montañosas del siglo xxi, con la mente siempre puesta en la dignidad del juramento que hoy acaban de hacer.

Hoy deseo hablar sobre las lecciones vivientes del buda Gautama, a quien considero un sagarmāthā2 del humanismo. Quisiera aprovechar la oportunidad para considerar junto a ustedes el legado espiritual de este gran maestro, centrándome en dos ejes centrales de su filosofía que, además, fueron rasgos sobresalientes de su personalidad: la penetrante luz de su sabiduría y la vasta magnitud de su amor compasivo.

El estado de la civilización contemporánea nos recuerda un cruce forzado a través de un mar ignoto y embestido por las tormentas. La mención me hace recordar el siguiente poema de uno de sus grandes hombres de letras, Bala Krishna Sama (1903-1981):

¡Haz a un lado el balbuceo,
propio de un niño ignorante,
rechaza la desunión,
desaira y aleja la ciega credulidad!
¡Ten fe en el humanismo,
vive y deja vivir a tus semejantes!
Que la rivalidad solo exista
en la búsqueda de la verdad,
que el arrojo solo exista
para lograr que el bien se imponga.
¡Ah, mundo mío,
haz trizas el arco atómico, te pido,
antes de que exhale mi último aliento fugaz!
¡Barre de la faz del mundo
el nombre de la guerra,
con el cantar de la paz siempre perdurable!3

Este poema expresa un alma sedienta y ansiosa de hallar la paz en este siglo desgarrado por la guerra, así como el viajero desfallece por agua en el desierto. Tengo la certeza de que estos nobles y bellos sentimientos son compartidos por todo el pueblo del Nepal.

La aspiración y el deseo de la Soka Gakkai Internacional son los mismos que manifestó el buda Gautama, quien, por su suprema benevolencia y sabiduría, se erige como sagarmāthā del humanismo; su vida fue una lucha incesante y sin reservas para permitir a todas las personas disfrutar de una vida segura y pacífica.

El primer aspecto de la sabiduría de Gautama que hoy quisiera analizar se encuentra en uno de sus alegatos más imperiosos: que hagamos surgir el pleno brillo de la Torre de los Tesoros que hay en nuestro ser interior.

Desde los albores de la era moderna, casi todas las actividades de la sociedad —tanto el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, como el crecimiento industrial y económico— han estado sustentadas por un firme culto al progreso, cuya medida del avance siempre ha sido la expansión cuantitativa. Sin embargo, esto entrañó un peligro impensado; en su marcha tras el progreso, embriagada de sueños y de promesas, la humanidad acabó sacrificando la realidad sobre el altar de los proyectos sociales. Nuestra civilización inmoló el presente sobre el altar del futuro, entregó el ambiente en nombre del desarrollo y atentó contra la vida en beneficio de teorías huecas. Aquí se encuentra la raíz de los trágicos horrores que ha presenciado nuestra centuria.

En respuesta a nuestro dilema actual, la sabiduría del buda Gautama nos urge a posar la mirada sobre la dimensión más profunda y elemental de la vida humana. Se considera que el Sutra del loto (Saddharma puṇḍarīka sutra) es la esencia de las enseñanzas del buda Gautama. El eje temático de esta escritura es el surgimiento de una magnífica Torre de los Tesoros, exquisitamente ornamentada, que simboliza la vasta vida cósmica latente en lo profundo del ser humano. A decir verdad, el buda Gautama consagró su obra entera a permitir que cada individuo cultivase esta rica y fértil dimensión de la vida, este microcosmos que abarca, dentro del ser individual, el universo íntegro.

Cuando reparo en el foco y en la insistencia con que se ha venido buscando estos últimos años la meta del desarrollo, no puedo sino sentir que la visión y el esclarecimiento de Gautama hoy cobran más brillo que nunca.

Hace unos diez años, emprendí un diálogo con el cofundador del Club de Roma, Aurelio Peccei (1908-1984). Durante nuestro intercambio, él ofreció este consejo a las futuras generaciones: «…En nuestro interior se esconde un prodigioso caudal de capacidades por desarrollar y utilizar, caudal tenido durante muchísimo tiempo en la oscuridad. […] Es nuestro mayor recurso, dado que es a la vez renovable y ampliable».4

El término que empleamos el doctor Peccei y yo para describir este cultivo del potencial inherente a la vida de los individuos fue «revolución humana».

De más está decir que la clave para llegar a este desarrollo yace en la educación, área en la cual Nepal viene dando un ejemplo de peso. El esfuerzo educativo es indispensable para concretar la meta del desarrollo sustentable y cumplir nuestra responsabilidad frente a las futuras generaciones.

Las enseñanzas del Buda también contienen el siguiente fragmento: «Si queréis comprender las causas que existieron en el pasado, observad los resultados tal como se manifiestan en el presente. Y si queréis comprender qué resultados se manifestarán en el futuro, observad las causas que existen en el presente».5

Este pasaje se refiere a un modo de vivir que no queda capturado en los acontecimientos del pasado ni se deja condicionar por el miedo o las expectativas desmesuradas en el futuro. En cambio, recalca la importancia de nuestra integridad y plenitud en el momento actual. La intención de este fragmento es alentarnos a aprovechar el «aquí y ahora», a «cavar donde tenemos los pies», con la certeza de que hallaremos una rica vertiente en las profundidades del instante eterno.

El buda Gautama nos urge a activar, en este mismo instante, el brillo de la Torre de los Tesoros que existe dentro de nosotros. Ese esplendor es suficiente para iluminar el futuro, y abrir camino hacia el auténtico progreso de la humanidad. He aquí la convicción de un coloso del espíritu, de un genuino vencedor en la vida.

El segundo aspecto de la sabiduría del buda Gautama que quisiera tratar es su capacidad de escuchar atentamente la voz de las personas comunes.

Más aún que la verdad eterna e invariable, el budismo subraya la importancia de una sabiduría adaptativa, forjada mediante la fusión de nuestra vida con esa verdad. En otras palabras, se alienta al individuo a tomar conciencia de la verdad válida e invariable en cualquier época o situación. A partir de allí, el individuo iluminado puede hacer surgir un libre cauce de sabiduría capaz de responder a la realidad circundante, siempre expuesta a una evolución sin pausa.

Personalmente, siento que la fuente de la sabiduría ilimitada de Gautama se encuentra en su postura de prestar oídos a la expresión sincera de los ciudadanos, de la gente simple y anónima. A cada momento, pedía a quienes lo acompañaban que dejasen salir todo lo que inquietaba sus pensamientos. Sin duda, el buda Gautama merece contarse junto a Sócrates (c. 470–399 a. C.) entre los grandes maestros del diálogo. Fue un coloso sin parangón de la educación humanística, que guio a las personas a través de un continuo proceso de diálogo. Puedo ilustrarlo mediante un episodio conmovedor:

Una madre que había perdido a su hijo amado le imploró a Gautama que lo salvara, y él le dijo que podría preparar una cura para el difunto joven, si ella le llevaba ciertas semillas de mostaza. Pero —agregó— tenían que provenir de una morada en la cual jamás hubiese entrado la muerte. La madre inició su búsqueda desesperada, casa por casa, pero, por supuesto, no pudo encontrar una sola donde nadie hubiera fallecido jamás.

Lentamente, la mujer transida por el dolor llegó a comprender que no estaba sola en su aflicción, ya que en cada hogar alguien cargaba con el pesar de alguna pérdida. Así fue como determinó superar su duelo, y basar la vida en el deseo de resolver los sufrimientos fundamentales del nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte, inevitables en todo ser humano. Este relato, como tantos otros, ilustra con qué profundidad el buda Gautama sabía captar el corazón de las personas, y cuánta sabiduría y solidaridad aplicaba a la labor de ayudar a la gente a elevar su estado de vida.

En el Sutra del loto, cuando se describe al practicante ideal, se enuncia la virtud de escuchar la voz de todas las personas:

Podrá oír y comprender en su totalidad
la incontable diversidad de las voces humanas.
Y escuchar las voces de los seres celestiales,
y el sonido sutil y maravilloso de los cantos;
las voces de hombres y de mujeres,
y de niños y niñas.
En medio de las sierras, ríos y hondonadas,
podrá escuchar todos los sonidos,
la voz del kalavinka,
del jivakajivaka y de otras aves.
Y escuchará de las muchedumbres
atormentadas del infierno
los clamores angustiados de un sinfín de sufrimientos,
y los sonidos de los espíritus voraces
clamando a causa del hambre y de la sed,
ávidos de bebida y de alimento,
y el sonido de los asuras
que viven en las costas del gran mar,
hablando entre sí o emitiendo fuertes gritos.
Así pues, quien predica la Ley
podrá vivir a salvo entre todos ellos,
escuchando desde lejos sus muchas voces
sin que su oído se vea afectado.6

Esto brinda un paradigma de liderazgo que trasciende los confines de la práctica religiosa y abarca todos los campos de la actividad humana, incluidas la política y la economía, la cultura y la educación.

El educador que fundó la Soka Gakkai, Tsunesaburo Makiguchi, también fue el padre de la pedagogía creadora de valores. Su resistencia al militarismo japonés durante la segunda guerra mundial le valió la muerte en el presidio, a los setenta y tres años. Quizá por su experiencia como director de escuela primaria, cuando hablaba con alguien, ya fuese un alumno o un carcelero, o incluso un cruel interrogador, siempre emprendía el diálogo basado en su profundo sentido de respeto por la condición humana del otro.

Sus propuestas abogaban por una educación permanente y un ambiente pedagógico centrado en la comunidad; Makiguchi, además, se caracterizaba por tener en cuenta la voz de las madres en el proceso educativo. La sabiduría precursora que brillaba en sus ideas nacía de su esfuerzo inclaudicable por escuchar a la gente y relacionarse con ella en el marco de un diálogo abierto.

El tercer aspecto de la sabiduría del buda Gautama se relaciona con la cuestión de la creación de valor, pues es la sabiduría lo que nos permite hacer un pleno uso del conocimiento.

Los que hoy se gradúan, y que han tenido el beneficio de contar con educadores de primer calibre como los hay en la Universidad Tribhuvan, me recuerdan al joven Gautama y a los rigurosos estudios que llevó a cabo en Kapilavastu. En sus años mozos, cuando era príncipe y todo su adiestramiento se orientaba a prepararlo para gobernar, Gautama debió estudiar los más variados temas: astronomía, medicina, derecho, economía, literatura y artes. «No adquirió conocimientos científicos para hacer sufrir a los demás; solo estudió el saber que podía brindar beneficios…».7 Todo parece indicar que los reyes del clan Shākya se capacitaban de acuerdo con esta misma tradición.

Lo que más me impacta de los estudios de Gautama es que, tiempo después, durante sus años de prédica, aprovecharía todo lo que había aprendido en su juventud para salvar a las personas del sufrimiento. Por eso, cuando se dirigía a un rey, a un campesino o a un miembro de la incipiente clase de los mercaderes, siempre sabía hallar las parábolas y los razonamientos más adecuados para exponer el dharma. Porque enseñaba de acuerdo con la capacidad de la gente, sabía despertar sabiduría en sus interlocutores. Es como si, en cada caso, él hubiese recetado el medicamento apropiado para esa enfermedad específica.

Hoy estamos ante una encrucijada vital: ¿vamos a emplear para la felicidad humana el inmenso caudal de conocimientos científicos que ya poseemos —cuyos símbolos más poderosos son la energía atómica y la ingeniería genética— o vamos a utilizarlos para satisfacer el egocentrismo de determinados individuos, pueblos o Estados?

El mundo actual aún no ha abolido las armas nucleares; la población sigue siendo rehén del miedo cruzado que despierta el supuesto poder de disuasión de los arsenales nucleares. He aquí, en mi opinión, la patética y lastimosa imagen de la humanidad, incapaz de superar su naturaleza egoísta y, por tanto, fácil presa de las fuerzas de la violencia y del militarismo.

En diversas partes de las escrituras budistas, hallamos la admonición de que «uno debe ser maestro de su mente en vez de permitir que la mente lo domine».8 Esto significa no dejarse controlar por las pulsiones negativas de la codicia y de la violencia, pero, también, no tratar de extinguir de modo irrazonable los deseos naturales del sujeto. Dicho de otro modo, las palabras de Nichiren instan a guiar y encauzar las tendencias potencialmente destructivas hacia la creación de valor. Ser maestro de la propia vida significa cultivar la sabiduría que anida en lo más recóndito del ser. Este recurso brota de manera inextinguible solo cuando nos impulsa la determinación solidaria de servir a la humanidad y de trabajar por la felicidad de la gente.

Justamente esto trae a cuento el otro aspecto del buda Gautama que deseaba analizar con ustedes, y es su benevolencia solidaria, tan amplia y envolvente como el océano.

El universo, visto como una entidad solidaria

Una idea muy importante que quiero transmitir es que la misión colectiva de la humanidad en el cosmos consiste en el ejercicio de la solidaridad. Siento yo que, para Gautama, el universo mismo corporificaba la benevolencia; su propia conducta fue una muestra coherente de este primordial amor compasivo.

Todos los fenómenos del universo existen en el contexto de una relación de mutuo sostén, que el budismo denomina «origen dependiente». Nada existe sin un significado; nada es en vano. El universo, a través de una matriz de hilos interdependientes, sostiene y nutre las más variadas formas de vida; entre ellas, la humana. Las nociones budistas y la moderna astronomía concuerdan en sugerir la existencia de una vida activa e inteligente en el universo. Cabe concebir el cosmos como una modalidad de vida creativa que encarna, en sus procesos y en su entidad, una naturaleza inestimablemente solidaria hacia cada forma de existencia.

Así pues, en su travesía final, que quizás haya tenido como destino su lugar de nacimiento, Gautama repetidamente expresó regocijo y deleite por la belleza de las aldeas y de los bosques verdes que iba cruzando en su camino. El Buda atravesó extensas regiones en su búsqueda perpetua de la paz y de la dicha, movido por una profunda solidaridad que resonaba con el ritmo eterno de la benevolencia inherente a la vida del universo.

En nuestra época, la crisis central que enfrenta el sujeto podría describirse como una pérdida del sentido. La gente no tiene respuestas claras para preguntas cruciales, como «¿Qué es el ser humano?» o «¿Para qué vivimos?». Consumidos por nuestra insaciable sed de significado, vagamos a la deriva, alienados de la sociedad, de la naturaleza y del cosmos.

El budismo postula que la vida de nuestra especie sobre la tierra tiene el propósito de participar activamente en el funcionamiento solidario del universo, y hacer más rico e intenso su dinamismo creativo, mientras cada persona vive su existencia individual con la mayor plenitud.

En otras palabras, el mensaje del buda Gautama es que la acción solidaria, que nutre todas las formas de vida y las guía hacia la felicidad y la evolución creadora, es la misión de la cual nos ha dotado el cosmos. Al ser humano le es posible disfrutar la experiencia del auténtico sentido cuando toma registro de esta misión y actúa decidido a cumplirla.

Entiendo que el concepto budista de la solidaridad puede servir para forjar una nueva cultura de simbiosis basada en el respeto a la persona, y promover una nueva relación con la naturaleza, que represente tanto el florecimiento del género humano como el del ambiente mundial.

Por otro lado, este foco en la generosidad espiritual alienta cierta clase de conducta altruista que se denomina «práctica del bodisatva». La labor cotidiana de los bodisatvas, por sí sola, es capaz de redirigir la historia humana, para alejarla de la división y llevarla a la unión; para apartarla de los enfrentamientos y guiarla a la armonía; para desviarla de la guerra y encauzarla hacia un mundo de paz.

La benevolencia solidaria del buda Gautama puede ser vista desde un segundo ángulo; en cierta forma, lleva implícita la advertencia de que, en todo momento, mantengamos una compostura y una convicción sólidas como los Himalayas. Obsérvese que construir una identidad inamovible es una premisa necesaria para vivir con auténtico amor compasivo. El estado de vida inmenso y solidario del Buda, dirigido hacia la felicidad de todos los seres vivientes, nos recuerda los picos magníficos de los Himalayas, imperturbables frente a las tormentas más furiosas.

En una de sus enseñanzas, postula: «Aun a la distancia, el hombre bueno se revela a sí mismo como el macizo de los Himalayas; del depravado, aun en la cercanía, es invisible como una flecha disparada en plena noche».9 Como esto indica, cuando Gautama imaginó su propio ideal humano, tenía presente en sus pensamientos la imagen de estas cumbres imponentes, de estos picos coronados por un manto de pura nieve blanca.

Muchos pensadores han hecho notar que cuanto más enérgicamente se promueven las libertades y la igualdad en una sociedad, más fluida y flexible esta se vuelve, en el buen y en el mal sentido. Por esto mismo, la labor de forjar una firme identidad y un claro sentido de la misión en la vida adquiere aún mayor importancia. Sin estos ingredientes básicos, es fácil perderse en comparaciones estériles con los demás, y caer presa de los celos y del antagonismo.

En cualquier época, la paz y la estabilidad de las sociedades derivan, en última instancia, de las acciones de los ciudadanos individuales, capaces de mantener una identidad coherente e inquebrantable, en medio de las circunstancias cambiantes. Tal vez nunca antes la historia haya acusado una necesidad tan clara de establecer cimientos sólidos como hoy. Por ende, siento que la última advertencia de Shakyamuni a sus discípulos ha sido, a la vez, un mensaje para la humanidad entera: «Confiad en vosotros mismos; y confiad solo en la Ley»10; así nos alentaba a establecer un yo esencial indestructible, fusionado con el dharma u orden cósmico.

Por último, quiero analizar ciertas pautas de acción que nos dejó el buda Gautama y que, creo, cabe expresar en la máxima «busca la felicidad tuya y la de los demás».

En mi opinión, el logro más grande de la era moderna en el campo de los derechos humanos ha sido exigir respeto a la dignidad de cada individuo. Sin embargo, el problema de los derechos humanos no se resuelve mediante el solo recurso de las medidas institucionales. Más bien diría que el énfasis unidireccional en los derechos individuales, típico de esta época, nos ha hecho perder de vista la existencia de los demás. Irónicamente, esto termina socavando las mismísimas bases de nuestra propia existencia, como revelan las siguientes palabras del buda Gautama, sobre la relación entre el yo y los otros:

Una persona no ha de encontrar nada tan preciado como su propia vida. Pero, del mismo modo, los demás también se valoran a sí mismos por sobre todas las cosas. De tal suerte, el que se atesora a sí mismo sabrá, a partir del conocimiento del amor propio, abstenerse de causar daño a los otros.11

Reconocía que, para el ser humano, no hay nada tan importante como su propia existencia. En consecuencia, si podemos ponernos de verdad en el lugar de los demás, naturalmente sabremos comprender el valor y la importancia de cada semejante. El primer paso hacia la solidaridad es ponernos en el lugar del otro y reconocer con empatía la realidad de su existencia. Aquí está, sin duda, el «buen remedio» capaz de aliviar el profundo aislamiento que padece la sociedad contemporánea.

Después de lograr la iluminación, el Buda pasó por un durísimo proceso de cuestionamiento interior: no sabía si debía exponer el dharma a los demás o no. Intuía que, si propagaba ese conocimiento, tendría que enfrentar críticas y persecuciones, pues la gente no estaba preparada para comprender un mensaje de esa naturaleza. Consideró la posibilidad de no hablar y de disfrutar en muda soledad los placeres de su condición iluminada.

Según la tradición budista, Brahmadeva12 apareció ante Gautama y le suplicó que predicase la Ley budista en bien de todas las personas detenidas entre el avance y el retroceso, entre la felicidad y la desdicha, la victoria y la derrota en la vida. Esta exhortación de Brahmadeva revivió en Gautama el sentido de la alteridad, la conciencia del otro; y así surgió un verdadero buda, plenamente consagrado a crear una felicidad inquebrantable, tanto en la vida de uno como en la de los demás.

En otra enseñanza hallamos estas palabras: «Porque todos los seres vivientes están expuestos a la enfermedad, yo también estoy enfermo».13 La congoja de su pueblo —que soportaba el sufrimiento del nacer, del morir, de la vejez y de la enfermedad— siempre resonaba en los oídos del buda Gautama. El mensaje que nos dejó y que trascendió la época y las distancias fue: «¡Revive al otro dentro de ti y, juntos, deléitense con el sabor de la genuina felicidad!».

En el Japón del siglo xiii, el maestro budista japonés Nichiren escribió, en su exégesis sobre el Sutra del loto : «“Alegría” denota el júbilo que uno experimenta junto con el otro».14 Este mensaje también se relaciona con la idea de los derechos humanos solidarios o de tercera generación, entre los cuales se cuenta el derecho a gozar de un orden internacional pacífico y de un medio ambiente natural sano. Estoy seguro de que esta empatía humanista contiene la clave de la prosperidad global, concebida como el desarrollo y el avance de todas las sociedades del planeta, en toda su riqueza, diversidad y particularidad.

Cada uno de ustedes es dueño de una profunda misión. Mi esperanza y mi firme expectativa es que, impulsados por las alas gemelas de la sabiduría y de la benevolencia, remonten las alturas de un siglo xxi enmarcado por la paz y por la reverencia a la vida.

Para despedirme, anhelo de todo corazón que tengan un futuro colmado de esperanza, salud y felicidad y, para reafirmarlo quisiera citar a uno de sus poetas nacionales, Madhav Prasad Ghimire (1920-2020), a quien mucho admiro. Justamente, el poema que he elegido se llama «Juventud»:15

Con los primeros rayos de la lumbre
sobre las cumbres nevadas,
cuando recorre un fresco vigor
los brazos del héroe,
¡apronta, joven, las flechas de la luz nueva,
inicia, con tu roce, una nueva ola,
y despierta, con tus dedos, al mundo
para que palpite con una vida inédita!