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Declaración sobre la Cumbre del G7 en Hiroshima, la crisis de Ucrania y el compromiso de no ser el primero en emplear armas nucleares (Seikyo Shimbun, 27 de abril de 2023)

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(Publicado en el Seikyo Shimbum, 27 de abril de 2023)

La crisis en Ucrania, que [además de devastar al pueblo de dicho país] ha impuesto graves consecuencias de alcance global y ha reavivado incluso el fantasma de un ataque nuclear, ha entrado ya en su segundo año. En este trasfondo y en medio de un clamor que exhorta a la resolución del conflicto, entre el 19 y el 21 de mayo se llevará a cabo en Hiroshima (Japón) la Cumbre del G7, que reunirá a las principales naciones industrializadas del mundo.

La celebración de este cónclave del G7 en Hiroshima trae a mi mente la determinación expresada por el doctor Bernard Lown, cofundador de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear (IPPNW, por sus siglas en inglés). En marzo de 1989, en momentos en que el mundo avanzaba rápidamente hacia el fin de la Guerra Fría, el doctor Lown estuvo en el Japón y viajó a la ciudad de Hiroshima. Cuando nos conocimos en Tokio, se refirió al compromiso que lo había impulsado en dirección al pacifismo, incluso mientras proseguía su actividad como cardiólogo en los Estados Unidos.

Dijo que su deseo fundamental, como profesional de la salud, era evitar a las personas una muerte dolorosa, y que este sentimiento se había convertido con el tiempo en la determinación de abolir las armas nucleares, que podían causar la desaparición colectiva de toda la humanidad. Esta conciencia hizo eco en su colega Yevgeny Chazov, especialista e investigador cardiovascular, y ambos, aunando fuerzas y trascendiendo las divisiones de la Guerra Fría, decidieron fundar la IPPNW. El germen de este nuevo movimiento fue el intercambio que estos dos médicos mantuvieron en diciembre de 1980, cinco años antes del comunicado conjunto emitido en noviembre de 1985 por el presidente estadounidense Ronald Reagan y el secretario general soviético Mijaíl Gorbachov en Ginebra, donde estos proclamaron que «en una guerra nuclear no hay vencedores, y por eso jamás debemos participar en ella»[1]

En junio de 1986, un año después de esa proclama histórica, los doctores Lown y Chazov viajaron a Hiroshima, donde se reunieron con víctimas del bombardeo de 1945 que aún se hallaban hospitalizadas [por las secuelas permanentes]. Un día más tarde, ambos dieron una conferencia en un simposio titulado «Vivamos juntos, en lugar de morir juntos: ¿Qué debemos hacer hoy para evitar una guerra nuclear?». Creo que estas palabras expresan de manera concisa el sentimiento más profundo de los facultativos dedicados por completo a proteger la vida de sus congéneres. Y también reflejan la convicción asumida por los sobrevivientes de los bombardeos de Hiroshima y de Nagasaki: bregar para que ningún otro ser humano deba volver a sufrir en este planeta las trágicas consecuencias de esas armas.

En tiempos recientes, mientras la pandemia de COVID-19 azotaba el mundo y crecía la tendencia a actuar internamente, en el nivel nacional, el espíritu que nutrió la cooperación internacional en materia de salud pública fue análogo a la solidaridad que uno encuentra en las palabras: «Vivamos juntos, en lugar de morir juntos».

Propongo de manera enfática que las gestiones de la Cumbre del G7 en Hiroshima, inspiradas en este espíritu, encuentren vías para resolver la crisis en Ucrania que ha significado la devastación para tantas personas, y lleguen a un claro acuerdo para evitar la utilización o la amenaza de uso de las armas nucleares.

Mientras que la crisis de los misiles de Cuba mantuvo aterrorizado al mundo durante trece días en octubre de 1962, la situación en Ucrania ha ido in crescendo, con el plan ruso de apostar armas nucleares en Bielorrusia y los ataques perpetrados en las cercanías de plantas nucleares para privarlas de suministro eléctrico. Rafael Mariano Grossi, director general del Organismo Internacional de Energía Atómica, ha declarado que cada interrupción de la electricidad en una planta de energía nuclear era como «jugar a los dados»: «Si permitimos que esto continúe una y otra vez, un día se nos acabará la suerte».[2] En efecto, es innegable el riesgo de una catástrofe que generan este tipo de acciones.

En febrero de este año, en el primer aniversario de la crisis, la Asamblea General de las Naciones Unidas convocó a un período extraordinario de sesiones de emergencia. En la resolución allí aprobada, el organismo llamó al pronto restablecimiento de la paz en Ucrania y se mostró hondamente preocupado por las consecuencias devastadoras de la guerra en áreas globales de importancia crucial, como la seguridad alimentaria y la energía. Uno de los puntos concretos de la resolución fue el que urgía al «cese inmediato de los ataques contra las infraestructuras críticas de Ucrania y de cualquier ataque deliberado contra bienes de carácter civil, incluidas las residencias, las escuelas y los hospitales».[3] Es necesario tener en cuenta este inciso para evitar que se siga infligiendo daño a la población civil.

A partir de este primer paso, todas las partes interesadas deben aunar fuerzas para crear un espacio deliberativo orientado al cese total de las hostilidades. Propongo que, a medida que las negociaciones avancen mediante la cooperación de todos los países involucrados, a estos se sumen representantes de la sociedad civil en carácter de observadores; entre ellos, médicos y docentes que trabajan en hospitales y escuelas para proteger y cuidar la vida y el futuro humano.

En una oportunidad, el doctor Lown describió las actividades de la IPPNW explicando que los médicos cuentan con un tipo de formación y de experiencia que les permite resistir la peligrosa tentación a estereotipar a los seres humanos y que, además, están capacitados para hallar soluciones pragmáticas a problemas que podrían parecer irresolubles a primera vista. También, en lo que dio en llamar una «receta de esperanza»,[4] instó a la humanidad a trabajar de manera conjunta, trascendiendo las diferencias nacionales a fin de encontrar un camino hacia la paz. Creo que las cualidades descriptas por el doctor Lown, y que hemos visto en los médicos cuya alianza decisiva impulsó el fin de la Guerra Fría, son el tipo de atributos que hoy necesitamos emplear para revertir la crisis actual.

En marzo, al término de su reunión cumbre, los líderes de Rusia y de la China hicieron pública una declaración conjunta en la cual se lee el siguiente extracto: «Las dos partes piden detener las acciones tendientes a agravar las tensiones y a prolongar los combates, con el fin de evitar que la crisis empeore o incluso quede fuera de control».[5] Esto concuerda con la resolución de la Asamblea General de la ONU, aprobada en el período extraordinario de sesiones de emergencia.

La Cumbre de Hiroshima, que podría verse como una «receta de esperanza», debería conducir al cese inmediato de las acciones militares contra instalaciones de infraestructura esencial y a planificar negociaciones concretas orientadas al fin de las operaciones armadas.

Espero que el G7, además de trabajar por una pronta salida a la crisis en Ucrania, tome la iniciativa de deliberar sobre el compromiso de no ser el primero en recurrir a las armas nucleares. Estamos ante una situación de gravedad sin parangón, en todos estos años en que la amenaza de una detonación o el miedo a que realmente se produzca han sido constantes y sin mengua.

En años recientes, hemos visto la caducidad del Tratado sobre las Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF, por sus siglas en inglés) y el retiro de los Estados Unidos y de Rusia del Tratado de Cielos Abiertos, cuyo propósito era fortalecer la confianza entre los Estados signatarios. En febrero, a raíz del recrudecimiento de tensiones por la crisis en Ucrania, Rusia anunció que dejaría de participar en el nuevo Tratado sobre la Reducción de las Armas Estratégicas (Nuevo Tratado START); por su parte, los Estados Unidos dejaron de informar a Rusia datos sobre sus fuerzas nucleares. Si el Nuevo Tratado START perdiera vigencia, quedarían eliminados por completo los marcos que se habían dispuesto para asegurar transparencia y predictibilidad en torno a los arsenales nucleares de ambas potencias, empezando por la firma del Tratado sobre la Limitación de los Sistemas Antimisiles Balísticos (ABM, por sus siglas en inglés) y las Negociaciones sobre la Limitación de las Armas Estratégicas (SALT I) en 1972.

Desde los bombardeos de Hiroshima y de Nagasaki, los hibakushas de ambas ciudades —en coordinación con una amplia movilización de la sociedad civil— han venido recalcando la naturaleza inhumana de las armas nucleares; a la par, los Estados no poseedores han entablado diálogos diplomáticos constantes, y los países dueños de estos arsenales han mantenido una postura de autocontrol. Como resultado de ello, el mundo se las ha arreglado para mantener setenta y siete años de abstención continua en el uso de estas armas.

Si la opinión pública internacional y el consenso contrario al uso de armas nucleares dejan de obrar como freno, la extendida política de la disuasión —que atribuye la seguridad a la posesión de estos armamentos, aun cuando, en manos de otros países, constituyen una amenaza— pondrá a la humanidad a caminar sobre la cornisa de un precipicio, sin saber cuándo el suelo se vendrá abajo.

Consciente de ello, en enero de 2022 —un mes antes de que estallara la crisis en Ucrania—, propuse que en la Cumbre del G7 con sede en el Japón, en 2023, se celebrara una reunión de alto nivel sobre la reducción del papel de las armas nucleares en las políticas de seguridad, y crear condiciones tendientes a establecer un compromiso firme y amplio de abstención en el uso de tales armamentos. Planteé entonces que la disyuntiva era entre dejar caducar el Nuevo Tratado START —la última medida basada en el compromiso de desarme del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP) y perpetuar así la expansión incesante de arsenales nucleares con la consiguiente amenaza de recurrir a ellos, o bien poner en la balanza el peso histórico de más de setenta y siete años de abstención en el uso de armas nucleares y adoptar la promesa mutua de no ser el primero en recurrir a ellas por parte de los Estados poseedores, haciendo de este compromiso el eje de las gestiones para reconstruir el régimen del TNP sobre nuevas y más firmes bases.

Desde el comienzo de la crisis en Ucrania, he presentado dos declaraciones[6] en relación con este tema. En ambas mencioné el documento conjunto firmado en enero de 2022 por los cinco Estados poseedores de armas nucleares (Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia y China), en el cual se reiteraba el principio de que «en una guerra nuclear no hay vencedores, y por eso jamás debemos participar en ella». Asimismo, insté a que ese compromiso fuese la base para reducir el riesgo de utilización de estos armamentos.

Por otro lado, en la declaración emitida en noviembre pasado durante la Cumbre del G20 en Bali (Indonesia), se expresó otra conciencia colectiva de importancia crucial: «La utilización de las armas nucleares y la amenaza de recurrir a ellas son inadmisibles».[7]

Entre las naciones del G20 se cuentan los cinco Estados poseedores de dichas armas y también la India, país con capacidad nuclear. Además, el grupo incluye a Alemania, Italia, Canadá, Japón, Australia y Corea del Sur, cuyas políticas de seguridad dependen de las armas nucleares. Es de enorme trascendencia que estos Estados, en un pronunciamiento oficial, hayan reconocido el carácter «inadmisible» del uso o la amenaza de empleo de tales armamentos, a tono con el espíritu del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN) vigente desde 2021.

La declaración de los dirigentes del G20, a la vez, destacó que «nuestra era no debe ser un período de guerras».[8] Es fundamental que, desde Hiroshima, ambos mensajes se transmitan elocuentemente al mundo.

Exhorto a los líderes del G7 a que, a la par de reexaminar las consecuencias reales de una detonación nuclear, inicien serias y sinceras deliberaciones sobre el compromiso de no ser el primero en emplear estas armas, para que esa admisión colectiva sobre la naturaleza inaceptable de los arsenales nucleares se refleje concretamente en un cambio en sus políticas.

Los orígenes del proceso del G7 se remontan a la Cumbre de Rambouillet, que tuvo lugar cerca de París en 1975, en plena Guerra Fría, con la participación de mandatarios de seis países. Ese mismo año se fundó la Soka Gakkai Internacional. Atesorando la proclama de abolición de las armas nucleares, presentada dieciocho años antes, en 1957, por el segundo presidente de la Soka Gakkai, Josei Toda, como instrucción testamentaria a sus discípulos, en el transcurso de ese año viajé a los cinco Estados poseedores de armas nucleares y dialogué con prominentes líderes y pensadores de diversas disciplinas sobre las vías posibles para establecer la paz global.

Al término de ese itinerario, el 9 de noviembre di un discurso en Hiroshima en el cual destaqué la urgente necesidad de que los Estados poseedores de armas nucleares se unieran en el compromiso de no ser el primero en recurrir a ellas y otorgaran garantías negativas de seguridad; esto es: asegurar que jamás las usarán contra países que no posean estas armas. Opiné que tales medidas constituían una absoluta prioridad para poder abolir los arsenales nucleares. Teniendo presente la cumbre que, poco tiempo después, reuniría a líderes de seis países en Francia, sugerí que, como primer paso hacia su eliminación, se convocara a una conferencia internacional de paz en Hiroshima.

Según expliqué, esa propuesta se basaba en mi firme convencimiento de que las reuniones de alto nivel, centradas solo en el interés de los países involucrados y en su seguridad nacional, eran estériles a menos que se las reorientara y se las aprovechara para explorar el camino hacia la abolición nuclear, donde se definiría el destino de la humanidad.

Aquella certeza se ha mantenido inalterable hasta el presente, y mis expectativas de antaño son las mismas que hoy deposito en la próxima Cumbre de Hiroshima.

La humanidad ha estado al borde de la guerra nuclear en varias oportunidades; la más dramática, posiblemente, haya sido la crisis de los misiles de Cuba. Pero nunca como en la actualidad ha sido tan necesario proclamar y establecer la política de no ser el primero, en momentos en que el tabú de rechazo al uso de armas nucleares se ha debilitado en los Estados poseedores y en que los instrumentos que las regulan y reducen se exponen a perder vigor.

¿Qué tipo de seguridad anhela la mayoría de los habitantes del planeta?

Un informe elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) justo antes de que estallara la crisis en Ucrania revelaba que la mayor parte de la población mundial se sentía insegura. El trasfondo de este dato era la sensación de que la seguridad humana se había deteriorado; es decir, «el derecho de las personas a vivir en libertad y con dignidad, libres de la pobreza y la desesperación».[9] Incluso varios años antes de que se declarara la pandemia de COVID-19, ya había coincidido en esta impresión más del 85 % de los encuestados.

Es innegable que este registro de inseguridad no ha hecho más que exacerbarse desde el inicio de la crisis en Ucrania. En su prólogo al informe del PNUD, el secretario general de la ONU, António Guterres, expresó la preocupación de que la humanidad estaba «convirtiendo el mundo en un lugar cada vez más inseguro y precario».[10] Desde mi punto de vista, la amenaza de las armas nucleares —incorporada de manera profunda en la estructura del mundo actual— es el factor que mejor ejemplifica esa realidad.

Es útil observar el contraste con las iniciativas para combatir el calentamiento global. A pesar de la severidad de la crisis y con la conciencia de que era un asunto prioritario para todo el género humano, la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático ha venido reuniéndose todos los años; esta continuidad ha permitido ampliar sistemáticamente las redes de solidaridad internacional para mejorar la respuesta al problema.

Pero, en lo concerniente a la cuestión nuclear y pese a las voces que reclaman el desarme, los Estados poseedores de estas armas y los países que dependen de ellas repiten el argumento de que las condiciones aún no están «maduras» para avanzar en esa dirección, debido a la difícil realidad de sus entornos en materia de seguridad.

Si se pudiera llegar a un acuerdo sobre la abstención de ser el primero en emplear armas nucleares, mencionado el año pasado en las versiones preliminares del documento final de la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del TNP, podríamos sentar las bases para que los Estados transformasen juntos esos complejos entornos de seguridad en los que se encuentran. Creo que la necesidad más imperiosa del presente es desplazar el eje hacia el paradigma de la «seguridad común», coherente con el espíritu de «Vivamos juntos, en lugar de morir juntos» que apuntaló las gestiones colaborativas entre gobiernos para combatir el cambio climático y responder a la pandemia.

El compromiso de no ser el primero en usar armas nucleares es una verdadera «receta de esperanza». Y ello podría ser el instrumento que conecte las ruedas del TNP y el TPAN, acelerando así el establecimiento de un mundo sin armamentos nucleares.

En lo que respecta a nuestras actividades, la SGI no ha cesado de trabajar con los hibakushas del mundo, con la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN) —creada como desdoblamiento de la IPPNW— y con otras organizaciones mundiales para lograr la aprobación y universalización del TPAN. Nuestro deber como integrantes de la sociedad civil es contribuir a que el compromiso de no ser el primero en recurrir a las armas nucleares se adopte con la mayor celeridad posible y genere el ímpetu fundamental para un cambio en la época.

Recuerdo aquí un comentario que expresó el doctor Lown para destacar la importancia histórica del año 1989. En esos doce meses, había caído el Muro de Berlín, los mandatarios de los Estados Unidos y de la Unión Soviética habían declarado el final de la Guerra Fría, y, a su vez, más de tres mil médicos de Oriente y de Occidente se habían dado cita en Hiroshima para celebrar el Congreso Mundial de la IPPNW, con el lema: «Nunca más otro Hiroshima: Nuestro compromiso eterno». El doctor Lown consideró que, en vista de ello, 1989 debía ser recordado como el año en que el poder de la gente común —un poder que, a primera vista, podría parecer poco efectivo— no solo fue capaz de cambiar el rumbo de la historia, sino que, de hecho, lo hizo.

Se dice que cuanto más oscura es la noche, más próximo está el amanecer. El final de la Guerra Fría mostró la tremenda energía que es capaz de liberar el pueblo cuando se niega a ser vencido y cuando las personas se unen solidariamente.

Hoy, en medio de un clima político que muchos ya describen como una «nueva guerra fría», mi fervoroso deseo es que la Cumbre del G7 en Hiroshima dé lugar a diálogos constructivos, que representen una «receta de esperanza». A la vez, quiero declarar: ¡El momento es este! Una vez más, cambiemos el rumbo de la historia haciendo valer la fuerza del pueblo, y despejemos el camino hacia un mundo libre de guerras y de armas nucleares.

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