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Enfrentar el pasado y abrazar el futuro (The Japan Times, 10 ago 2006)

[Artículo de opinión de Daisaku Ikeda, publicado en The Japan Times, el 10 de agosto de 2006.]

Dar a conocer las verdades de la historia es un acto de esperanza para el futuro. Por lo tanto, es nuestro deber comunicarles a las generaciones jóvenes del siglo XXI el odio hacia la guerra y el compromiso con la paz que se grabaron en lo más profundo de la vida de innumerables personas el 15 de agosto de 1945.

Una encuesta que se llevó a cabo en el Japón el año pasado reveló una realidad perturbadora: solo el cuarenta y cinco por ciento de los ciudadanos de entre veinte y treinta años, y un escaso veintiséis por ciento de adolescentes podían mencionar acertadamente la fecha de finalización de la Segunda Guerra Mundial. Y, cuando se les preguntó si el Japón entraría en guerra durante el transcurso de sus respectivas vidas, el quince por ciento de los veinteañeros respondió que sí. Uno de cada cuatro adolescentes tiene expectativas de vivir una experiencia bélica.

Esas posturas tienen una estrecha relación entre sí. Es imposible tener una concepción sana del futuro si se carece de un verdadero conocimiento del pasado.

El 15 de agosto de 1945 fue el día de la derrota del Japón en la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo, para las personas de Asia, fue una fecha de emancipación del cruel dominio del militarismo nipón. Muchos ciudadanos japoneses experimentaron el mismo sentimiento de liberación. Nunca olvidaré la mirada de mi padre, que ya estaba muy mal de salud, cuando repetía el nombre de sus cuatro hijos soldados y murmuraba que pronto regresarían en casa.

Ahora, el 15 de agosto tiene que ser un día para renovar nuestro juramento de construir una paz duradera; una fecha para reafirmar nuestra determinación de contribuir a la estabilidad y la prosperidad de Asia.

El suplicio infligido por el militarismo japonés a los pueblos de Asia es demasiado enorme y profundo para que pueda ser reparado alguna vez. El Japón debe probar, con palabras claras y acciones decididas, la veracidad de su compromiso de jamás repetir los errores del pasado. Y debe hacerlo de manera que pueda reconquistar la confianza de los países asiáticos.

Por esa razón, realizar un sincero reconocimiento de las realidades históricas y reflexionar sobre los desaciertos del pasado no significa en absoluto regodearse en la culpa o encontrar motivos para denigrarse; es, por lo contrario, un acto digno y valiente.

La constitución japonesa por la que se renuncia a la guerra y la decisión de no poseer armas nucleares son condiciones esenciales para establecer lazos de confianza con nuestros vecinos asiáticos. Si cualquiera de ellas se malograra, de inmediato se incrementaría la inestabilidad regional, y la seguridad del Japón se vería en jaque.

Los beneficios que el Japón ha recibido de Asia son inmensurables. El cultivo irrigado del arroz, el sistema de escritura chino, la tecnología de la construcción y la ingeniería, los tratamientos médicos y la farmacología, y, asimismo, diversos sistemas de pensamiento y convicciones religiosas son apenas algunas de las riquezas que llegaron a la nación nipona desde Asia, en especial, de nuestros vecinos de la China y de la península de Corea.

Pero nuestra deuda no se limita al aspecto material o a las ideas. Desde tiempos remotos, gente proveniente de todo el continente asiático ha venido brindando al Japón su talento, conocimientos y energía, y ha contribuido grandemente a sentar las bases para hacer de este territorio un país. Es de fundamental importancia que conozcamos, desde una vasta perspectiva histórica, las antiguas y profundas conexiones que nos unen a los países de Asia, con los que hemos contraído una inmensa deuda cultural.

En los últimos años, la idea de una Comunidad del Este Asiático ha ido cobrando gran impulso. El año pasado, para dar un ejemplo, se llevó a cabo en Kuala Lumpur la primera Cumbre del Este de Asia, con algunos importantes resultados, entre ellos, la decisión de proseguir el diálogo en los más altos niveles para lograr la creación de una Comunidad del Este de Asia.

Existe un sinfín de cuestiones de “seguridad humana” que trascienden las fronteras nacionales, como la integridad ecológica, los temas energéticos y la propagación de enfermedades infecciosas, que necesitan de manera urgente una amplia cooperación regional. El tratamiento de esos problemas puede brindar oportunidades concretas para que todos colaboren dentro de la región y, de ese modo, vayan generando lazos de amistad.

La conciencia de una civilización compartida proveyó las bases para iniciar la integración europea. Asia es rica en su diversidad cultural y religiosa, y también lo es en sus sistemas políticos. Pero existe también, estoy seguro, una herencia espiritual compartida que valora la armonía entre los seres humanos, y entre estos y la naturaleza. La denomino “ética de la coexistencia”, es decir, una visión de la naturaleza humana que concibe la culminación de la identidad personal como algo que se logra a través de nuestro acercamiento y compromiso con los demás. Es la clase de ética que antepone la cooperación a la rivalidad, la unión a la separación, la pluralidad que implica el concepto de “nosotros” al aislamiento propio del “yo”.

Con el fin de que se conozca nuestro pasado en común, se han escrito libros de texto para ser utilizados en toda Asia en la enseñanza de la historia. Ese gran esfuerzo, sin embargo, quedó estancado en diferentes países, a causa de profundos sentimientos nacionalistas; así y todo, considero que no se debe abandonar el proyecto. Una vez más, podríamos seguir el ejemplo de un libro de texto bilingüe en francés y en alemán recientemente publicado, por iniciativa del Parlamento Europeo de Jóvenes.

Toda esa tarea puede alentar un tipo de conciencia que trascienda las limitaciones de los estados individuales. Estos cambian, se disgregan y se transforman empujados por la corriente de la historia. Lo único constante son las personas, es decir, la humanidad en su conjunto.

Si echamos una mirada general a la historia universal, comprobaremos que, sistemáticamente, quienes desencadenan las guerras son los líderes autoritarios y los que avivan la llama de los conflictos para su propio beneficio. Y son siempre los ciudadanos comunes los que deben pagar el precio. Es por eso que necesitamos trascender las confrontaciones de “nuestro país” contra “el de ellos” y cultivar la solidaridad entre la gente común y corriente, para hacer frente a los abusos demoníacos de la autoridad y desafiarlos allí donde intenten manifestarse.

Asia posee el potencial para desarrollar un modelo que evolucione de un sistema centrado en los intereses nacionales hacia uno basado en las necesidades del pueblo.

Es imprescindible construir una sólida trama de múltiples capas de amistad y confianza, que conecte fuertemente el corazón de las personas comunes. Es sobre todo vital que se mantengan los intercambios entre los jóvenes, ya que son ellos quienes deberán enfrentar el futuro. La solidaridad de los juveniles ciudadanos de Asia –ciudadanos del mundo— es nuestro más seguro baluarte contra la guerra.

Cuando los seres humanos viven juntos, el conflicto es algo inevitable. Pero la guerra no lo es. El planteo “estamos en conflicto” se puede entender desde una nueva perspectiva: “compartimos un problema”. Un problema compartido se puede resolver mejor a través de esfuerzos realizados en común. En lugar de recurrir a los enfrentamientos, debemos volvernos juntos hacia un futuro que nos toca por igual a todos y unirnos en la labor conjunta de garantizar el bienestar de los más jóvenes.

Si bien nuestras respectivas lenguas, culturas, etnias y religiones pueden diferir, el futuro que debemos compartir –el porvenir de las generaciones jóvenes de cada comunidad— es único y el mismo para todos.

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