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Maria Teresa Escoda Roxas

Ex presidenta del Centro Cultural de las Filipinas

(Ensayo de Daisaku Ikeda publicado el 10 de noviembre de 1996, en el Seikyo Shimbun, periódico de la Soka Gakkai, como parte de una serie titulada “Recuerdo de mis encuentros con destacadas personalidades del mundo”.)

"Se la llevaron a mi madre delante de mis propios ojos. De pronto, irrumpieron en nuestro hogar varios miembros de la policía militar japonesa, armados de rifles. Yo tenía 16 años. Jamás olvidaré ese momento. Fue un 27 de agosto de 1944".En el corazón de María Teresa Escoda Roxas, ex presidenta del Centro Cultural de las Filipinas, arde una ira que nada logra rá extinguir. Su madre, Josefa Llanes Escoda (1898-1945) fue un ángel, una mujer de nobleza sin par. Se consagró a vivir por los demás, sin esperar nunca nada a cambio. Pese a la ocupación militar de su país, eligió no tener miedo. Se dedicó a visitar y a ayudar soldados norteamericanos y filipinos detenidos en campos y prisiones. Sus seres queridos trataban de disuadirla, pero ella no lo permitió. "No temo a la muerte", declaró. "Correré el riesgo, porque nuestros soldados necesitan desesperadamente que alguien los ayude". 1

Josefa Llanes Escoda

Josefa Llanes Escoda
[Cortesía de Girl Scouts of the Phillipines]

Un veterano filipino nunca pudo olvidar la ayuda que él y su familia recibieron de la señora Escoda. Años después, recordaría: "Fue una mujer generosa; mientras haya filipinos como ella, la vida tendrá sentido". 2

La señora Roxas evoca aquella hora trágica: "Los policías militares japoneses nos hablaron con cortesía formal, pero obligaron a mi madre a acompañarlos. Se la llevaron de casa entre dos soldados corpulentos, sujetándola de los brazos. La metieron en un auto y la trasladaron a Fuerte Santiago, que en aquel momento funcionaba como centro de detención. [...] Fue la última vez que la vi".

El padre de la señora Roxas, Antonio Escoda, era perio dista. Lo arrestaron meses después.

Los tres policías militares japoneses que quedaron en la casa comenzaron a requisar cada habitación, en busca de prue bas que los involucrasen en actividades antiniponas. "Creo que los militares japoneses se enfurecieron cuando descubrieron que mi madre prestaba ayuda no sólo a soldados compatriotas, sino también a las tropas norteamericanas", dice la señora Roxas. "Pero mi madre argumentó: 'Si las cosas fueran al revés, si fueran los soldados japoneses los que estuviesen en la cárcel, yo los ayudaría a ellos igual. Yo haría lo que me dictase mi conciencia humanitaria'. Mi madre fue una humanista de pura cepa. Quería ayudar a cualquier persona que lo necesi tara, sin discriminación de ninguna clase. Sólo que los mili tares japoneses no pudieron comprender su punto de vista".

La señora Escoda fue lo que en el Budismo se llama "bodhisattva". Su amor no sólo beneficiaba a los seres huma nos. Si un cochero fustigaba sin piedad al caballo del carrua je que la transportaba, ella no vacilaba en hacer detener la marcha y reprender al conductor.

Doña Roxas durante su encuentro con Daisaku y Kaneko Ikeda en Manila (Mayo 1993)

Doña Roxas durante su encuentro con Daisaku y Kaneko Ikeda en Manila (Mayo 1993)

Durante la ocupación japonesa en las Filipinas, los militares obligaron a todos los ciudadanos a inclinar la cabeza en reverencia cada vez que se cruzaban con un japonés. El incumplimiento de la norma daba lugar a un cachetazo frente a la vista de los demás. Los filipinos recuerdan la ocupación como el período en que su país se convirtió en un terrorífico campo de concentración. Los japoneses cometieron atrocidades inenarrables. Lanzaban por los aires a las pequeñas criaturas filipinas y las horadaban con la espada cuando caían...

La joven señora Roxas estaba resuelta a no perdonar a los japoneses. Pero su madre le dijo: "Hay japoneses buenos y malos. Hay filipinos buenos y malos. Hay norteamericanos buenos y malos. Deberíamos tener un corazón abierto hacia los buenos japoneses. Es suficiente con odiar a los malos". La señora Escoda no se fijaba en la nacionalidad de alguien, sino sólo en su valor como ser humano.

Los militares japoneses eran todo lo contrario. Lo más importante para ellos era comprobar si alguien era japonés o no. Las consideraciones humanas, si las había, venían después. Así trataban de justificar los actos de crueldad indescripti ble que perpetraron contra el pueblo filipino, actos que no osarían cometer contra otros japoneses. A los chinos y corea nos les depararon idéntico trato. Y tal vez, también a la gente de Okinawa.

Cualquier japonés que resistía o criticaba las atrocida des del gobierno era juzgado traidor a la patria. Así sucedió con Tsunesaburo Makiguchi y Josei Toda, los dos primeros presidentes de nuestra organización. Ambos padecieron en la cárcel en la misma época en que los japoneses secuestraron en las Filipinas a la señora Escoda. Todos fueron víctimas del militarismo insensato.

Hoy sigue la lucha entre esas dos mismas fuerzas: los opresores que viven de la mentira, la discriminación y el ego descontrolado, y los movimientos populares impulsados por la verdad y el humanismo...

La señora Escoda no modificó, en la cárcel, su convicción de vivir con humanismo cabal. Fue cruelmente torturada por los japoneses, quienes pretendían sacarle información sobre las actividades opositoras. Después de cada sesión de tormentos, la mujer quedaba amoratada por los golpes y ensangrentada, pero sus labios no dejaban salir una sola palabra.

En una oportunidad, la dejaron una semana entera sin comida. Pero aun así, ella seguía hablando con sus compañeros de detención, compartiendo planes para el futuro, revelando sus anhelos para con las organizaciones que ella misma había fundado, como Niñas Exploradoras de las Filipinas y la Federa ción nacional de clubes femeninos. Soñaba con que sus dos hijos pudiesen estudiar en los Estados Unidos, como ella misma había podido hacer en su juventud.

Cada vez que recibía algo de comida o agua, las compartía con sus compañeros de presidio, sin pensar en el hambre que le mordis queaba las entrañas. "Yo estoy bien. ¡Come tú!". Sus palabras arrancan más ecos de humanismo que las máximas célebres de los libros.

A comienzos de 1945, el señor y la señora Escoda fueron retirados de las celdas que ocupaban: serían ejecutados. Hasta el día de hoy se ignora el método de aniquilación que emplea ron con ellos. "Ni siquiera sé dónde yacen sus cuerpos", se lamenta la señora Roxas. Pero antes de morir, la señora Escoda consiguió hacer filtrar un mensaje: "He cumplido con mi deber. [...] Si tú sales con vida y yo muero, di a nuestro pueblo que las mujeres filipinas hemos hecho nuestra parte para que no se mueran, ni en el último instante, los rescoldos de la verdad y de la libertad". 3

El Ballet de Filipinas en Japón (1993)

El Ballet de Filipinas en Japón (1993)

Cayó protegiendo la vida endeble de esas brasas de liber tad. Murió por una causa inmensa. Dio la vida para que pervi viese la verdad. Nada hay más elocuente que el silencio de la muerte, especialmente si es la de una mártir que se brindó con alma y vida a la causa de la libertad. Su vida fue breve; murió a los cuarenta y seis años. Pero aun hoy su ejemplo clama en un mudo alegato, inspirando a los demás. La imagen de la señora Escoda figura en el billete de mil pesos, que es el de mayor valor en el sistema monetario filipino. Muchas calles se enorgullecen de llevar su nombre.

Pero hay algo más importante: su hija y su hijo han surgido como enérgicos sucesores espirituales. Todos los que se beneficiaron con su ayuda luego se unieron para proteger a los hijos huérfanos; juntaron dinero para costearles a ambos estudios en los Estados Unidos, que era uno de los sueños que albergaba la señora Escoda en la prisión. Hoy, la señora Roxas está perpetuando con bríos la labor de su madre.

De niña, sufrió de mala salud; como era de contextura débil, su madre la exhortó a estudiar ballet, para que se fortaleciera. Años más tarde, la señora Roxas llegaría a presidir el Centro Cultural de las Filipinas.

La señora Escoda fue una madre que inculcó en sus hijos el amor por la paz y por la cultura. Y hoy, la señora Roxas repite este ejemplo con los suyos.

Las metas del Centro Cultural de las Filipinas son fomen tar las actividades creativas, mantener viva la tradición cultural, auspiciar programas de intercambio con otras nacio nes. Mientras estuvo al frente de la institución, la señora Roxas creó un legado perdurable. Con respecto al Japón, ha dicho con seriedad: "Creo que los japoneses poseen una imagen distorsionada de los filipinos. Quiero hacer cuanto pueda por modificarla".

Nuestros diálogos dieron lugar a una gira japonesa del Ballet de las Filipinas, dependiente del Centro Cultural, auspiciada por la Asociación de Conciertos Min-On en 1993. La agru pación no tiene quien la iguale en Asia, y ha cosechado elo gios en todo el orbe. Un periódico norteamericano ha dicho que "vale la pena recorrer cien millas" para verlos actuar. Antes de eso, en 1990, los japoneses habían tenido oportunidad de apreciar la grandeza de la cultura filipina, cuando Min-On auspició la gira del Grupo Folclórico Ramón Obusan, también dependiente del Centro.

La señora Roxas manifestó: "Las únicas faces del Japón que conoce el pueblo asiático son la del militarismo japonés, durante la Segunda Guerra, y la contemporánea, que corresponde a una superpotencia económica, únicamente preocupada por el rédito financiero. El Japón debería mostrar otro rostro a sus pares de Asia. Hace falta contar con personas dispuestas a promover ese intercambio cultural".

También comentó: "Durante muchos, muchos años, no pude aceptar a los japoneses. Pero mis sentimientos cambiaron cuando acompañé a mi esposo a ese país en gira de negocios, y conocí las artes tradicionales de su pueblo. Llegué a amar el arte japonés y, a través de él, pude abrir mi corazón a la gente que puebla esa tierra. El arte puede hacernos trascender el amor y el odio. La cultura es el lazo más potente que une a los seres humanos".

¿Alguna vez escuchará el Japón el clamor de esta madre y de esta hija, que a través de dos generaciones viene buscando la tolerancia y el humanismo? ¿Llegará su voz encendida hasta el país sin alma? ¿O, una vez más, el Japón dejará que su arrogancia cobarde lo lleve a la ruina? Nuestros vecinos asiáticos observan, para ver qué camino tomará nuestra nación.