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El desafío de construir la paz (especial para The Japan Times, 11 de septiembre de 2003)

Publicado en The Japan Times el 11 de septiembre de 2003.

«En la punta de la pirámide de lo que llamamos civilización sigue existiendo la realidad atroz de la guerra. No podemos considerarnos una especie realmente civilizada mientras esa posibilidad persista y, peor aún, mientras la demos por sentada». Esa fue la franca reflexión de John Kenneth Galbraith, un hombre que ha sido testigo presencial de las guerras y la violencia del siglo xx.

El profesor Galbraith y yo estamos manteniendo un diálogo que ha dado lugar a un sincero intercambio de opiniones sobre los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Todos, de manera directa o indirecta, hemos sido afectados por este horrendo crimen y por sus consecuencias. Entre las víctimas había un talentoso egresado de la Universidad Soka a quien yo conocía personalmente.

Por profunda que sea nuestra indignación, no debemos permitir que las llamas del odio y de la furia dirijan nuestro mundo hacia un agravamiento de las fracturas y de la destrucción. Es crucial mantener la mirada puesta en el camino hacia delante y trabajar para construir un futuro de paz y de coexistencia armoniosa.

En concreto, creo que hay dos formas positivas en las que podemos responder a los problemas de esta nueva época.

La primera vía es fortalecer la efectividad del derecho internacional, centrados en los procesos multilaterales de las Naciones Unidas. A largo plazo, todo incremento de la confianza en la justicia y en la eficacia del sistema jurídico internacional ayudará a contener y aliviar los conflictos que alimentan el terrorismo. La segunda vía es la acción para transformar la conciencia de la sociedad; promover relaciones de vida a vida que trasciendan las fronteras nacionales, étnicas y culturales. Esto implica trabajar en el nivel ciudadano para expandir el diálogo y la educación para la paz.

Con respecto al primer enfoque, ante todo es necesario admitir como un hecho cierto que las respuestas del «poder duro» a los conflictos —es decir, la fuerza militar— solo producen «soluciones» temporales, y esto en el mejor de los casos. Ya que estas medidas invariablemente causan dolor y derramamiento de sangre —incluso de civiles inocentes—, están sujetas a sembrar nuevas semillas de futura violencia. En cambio, un sistema jurídico internacional ecuánime e imparcial, que cuente con una amplia base de apoyo, permitirá descomponer este círculo vicioso de odio y de reivindicación violenta, y liberar a los pueblos de su yugo.

Con ánimo de dar un paso hacia este objetivo, he apoyado desde siempre la creación de la Corte Penal Internacional (CPI), con el mandato de juzgar a los perpetradores de graves crímenes contra la humanidad.

Aunque la CPI ha comenzado a funcionar este año, el número limitado de ratificaciones —en especial de las grandes potencias— sigue dificultando su plena vigencia. El Japón, que ha intervenido constructivamente en la redacción del tratado, debería firmarlo y ratificarlo con toda premura. Siento que este país, a partir de dicha ratificación, debería fomentar un consenso internacional favorable a consagrar la vía jurídica como único medio aceptable para la resolución de conflictos.

La labor institucional para fortalecer los sistemas de paz necesita funcionar en tándem con gestiones de otro nivel para fomentar un cambio positivo en la mentalidad de la gente. El diálogo y la educación para la paz pueden contrarrestar actitudes instintivas de intolerancia y de rechazo al otro, que anidan en el corazón de las personas. Es importante ayudar a la humanidad a entender una realidad muy sencilla: no tenemos más opción que compartir con otros «pasajeros» este planeta, esta pequeña esfera azul que flota en la inmensidad del espacio.

La clave para establecer la paz está en manos de las jóvenes generaciones. Nadie nace odiando a otros. Los prejuicios y las conductas discriminatorias son un patrón adquirido, que se inculca en el proceso del desarrollo hacia la adultez, a medida que se instilan sentimientos de miedo y de odio al «otro». Lo sé por experiencia, ya que he pasado mi juventud rodeado por las presiones oscuras y violentas de una sociedad dominada por el militarismo.

Todos podemos contribuir a la educación para la paz, incluso con algo tan sencillo como tomarnos el tiempo de conversar sobre la dignidad de la vida y la igualdad de todas las personas junto a los niños y jóvenes que forman parte de nuestra existencia, tanto en el hogar como en la comunidad. Nunca subestimemos el poder que tienen estas iniciativas, aparentemente pequeñas.

Este ha sido el espíritu inspirador de la campaña «Victoria sobre la Violencia», iniciada por la membresía juvenil de la Soka Gakkai Internacional de los Estados Unidos (SGI-USA). Estos jóvenes, a través de reuniones y de grupos de diálogo, se han acercado a sus pares con resultados muy alentadores, transmitiendo el mensaje de que existen soluciones no violentas para los conflictos inevitables de la vida.

Desde el 11 de septiembre, mucho se ha hablado sobre las creencias religiosas como factor coadyuvante del terrorismo. Pero la raíz de la cuestión son las ideologías fanáticas y la prédica de la exclusión, disfrazadas bajo la retórica y la simbología religiosa. Si no reconocemos esta realidad y empezamos a mirar con recelo a los practicantes de una religión determinada, solo agravaremos las tensiones y la desconfianza.

De más está decir que cualquier credo que justifique el terrorismo o la guerra está socavando la base espiritual de su propia existencia.

Creo firmemente que la misión de las religiones en el siglo xxi se encuentra en una contribución tangible a la convivencia pacífica de la humanidad. La fe religiosa puede impulsar este proceso fomentando una genuina conciencia global y restaurando los lazos de corazón a corazón entre los individuos. Pero ese potencial solo puede florecer por medio del diálogo. En un intercambio que mantuve con el académico Majid Tehranian, especialista en estudios sobre la paz nacido en Irán, este manifestó inequívocamente: «Sin diálogo, solo nos queda deambular por la oscuridad del fanatismo».

Ha llegado el momento de trascender la mentalidad de «amigos o enemigos» y aprender a hablar desde una posición colectiva: la humanidad que todos tenemos en común.

Desde esta perspectiva, los miembros de la SGI hemos ofrecido nuestro apoyo global a la redacción y promoción de la Carta de la Tierra, documento que enuncia «una visión compartida sobre los valores básicos que brinden un fundamento ético para la comunidad mundial emergente». El lenguaje de la Carta remite a la sabiduría y las virtudes forjadas por las diversas tradiciones culturales y religiosas del mundo; entre ellas, el profundo respeto a la vida.

El budismo destaca que, así como la violencia y las guerras son generadas en última instancia por el corazón humano, también este es capaz de construir la paz y de fomentar la solidaridad. Han transcurrido dos años desde el 11 de septiembre de 2001, y esta terrible tragedia ha desencadenado fuerzas que siguen ensombreciendo la vida de todos. No obstante, estoy absolutamente convencido de que la sabiduría para superar esta tragedia y crear un futuro mejor para la humanidad se encuentra en el espíritu humano. Esta convicción seguirá impulsando mi dedicación incesante a trabajar por la paz.

Daisaku Ikeda es el presidente de la SGI y fundador de la Universidad Soka.

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